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Más allá del tango

Se lo hicieron pasar muy mal. Aunque su fotografía cuelgue hoy de la pared de algún viejo cafetín de Buenos Aires, no fue Astor Pantaléon Piazzolla santo de la devoción de los tangueros. Probablemente intuyeran que aquel tipo nunca sería uno de los suyos. A pesar de que heredó el bandoneón del legendario Aníbal Troilo y que, todavía de pantalón corto, había acompañado a Carlos Gardel con su fuelle en la película El día que me quieras. En 1985, confesaba en EL PAÍS: 'Mi sueño de toda la vida fue hacer música y no hacer tango'.

Desde 1955, con su octeto, Astor Piazzolla se afanó en buscarle nuevas vías expresivas a la música popular de la ciudad de Buenos Aires. Y, más tarde, las volvió a hallar al frente de un poderoso quinteto: violín, guitarra eléctrica, piano, contrabajo y bandoneón. Fue alumno de Alberto Ginastera y marchó hasta París para estudiar con Nadya Boulanger, condiscípula de Ravel. En su cabeza se veía ya escribiendo sinfonías, música de cámara, sonatas... Ella le ayudó a encontrarse. Le pidió que tocara al piano uno de sus tangos y le cogió la mano: 'Éste es el auténtico Piazzolla'. Hizo sonar el bandonéon como jamás se ha escuchado.

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Ese pequeño instrumento alemán, el 'armonio de las iglesias pobres' concebido para oficios religiosos, que inició una nueva existencia en el Río de la Plata. En el bandonéon de Astor Piazzolla se reunían Bartok, Bach y Alban Berg, pero también Pedro Maffia, Julio de Caro o Alfredo Gobbi. Su genio estaba en el contrapunto. Y en su forma de armonizar: lo que Horacio Malvicino, que fue su fiel guitarrista, llamó 'el sonido Piazzolla'.

En todos sus conciertos se podía mascar el silencio. Decía alguien que lo vio tocar en el Central Park de Nueva York que hasta los vendedores de helados dejaron de trabajar unos instantes mientras sonaba Adiós nonino, la estremecedora pieza escrita a la muerte de su padre. Grabó obras suyas con figuras del jazz como el saxofonista Gerry Mulligan o el vibrafonista Gary Burton, y provocó una revolución en la música porteña. Para Ernesto Sábato, hay un antes y un después de él.

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