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Columna
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Los judíos húngaros / 1

El Madrid de la posguerra civil fue escenario de una extraña inmigración individualizada de hebreos que huían de la persecución nazi. Puede que sólo fuera una parada y fonda hacia las prometedoras tierras americanas. Los sefarditas -hablando grosso modo- se buscaron la vida, procurando integrarse en los países centroeuropeos que ofrecían mejores expectativas que la pobre y adocenada España. Entre los que conocí, en aquel tiempo, estaban un notable periodista, que ha dejado hijos, nietos y bisnietos: Andrés Revesz, políglota y enciclopédico judío húngaro; el notable cineasta Ladislao Wajda, enterrado en la sacramental de los santos Justo y Pastor; el estrafalario pianista Jorge Halpern; el inefable empresario teatral Andrés Kramer, que murió hablando el castellano con el mismo acento que el primer día; el fotógrafo de todas la cosas, Juan Gyenes, y tantos cuyo recuerdo se ha difuminado. Todos judíos, todos húngaros.

Se reunían, con la inclinación centroeuropea por los cafés, en uno de la Gran Vía, llamado Lys, junto al Oratorio del Caballero de Gracia. Caí entre ellos y me cautivaron. Todos judíos, todos húngaros, singularizados por la doble condición. Correligionarios y compatriotas suyos se hicieron los amos de Hollywood y cuentan de un gran letrero a la entrada de unos importantes estudios: 'El mero hecho de ser húngaro no garantiza un puesto de trabajo en esta empresa'.

A pesar de los vientos nazis, se sentían representados por la legación que Hungría mantenía en Madrid, en el paseo de la Castellana, esquina a Martínez Campos, un palacete pronto polvoriento, memoria patética de la batalla perdida. Hace 12 años, en el estratégico solar se alzó, en cristal y acero, la sede del magnate de los embutidos, Mariano Revilla.

En varios de estos artículos quiero referirme, con el mayor recato, a mis experiencias en el asunto de los judíos de la Europa central, los húngaros especialmente, en los últimos años de la II Guerra Mundial. En el verano de 1943 fui enviado con una beca a la maravillosa ciudad de Budapest. Luego de atravesar lóbregos y castigados territorios, aquella ciudad resplandecía de luces encendidas, se comía bien, había teatro, ópera, music-hall, piscinas, circo, cabaré... Cualquier pequeño restaurante disponía de una orquesta tzigane y el susurro de los violines, el hondo latido del contrabajo y el cristalino sonar de las tiras metálicas del cimbalón constituían el mejor marco posible para el erotismo romántico.

Cuatro semanas y media de estancia, y regreso a Madrid, sin tener idea de las razones por las que se me había enviado a semejante paraíso. No era, ni nunca fui, funcionario. Tras el preceptivo informe del becario, que nadie leyó, poco después me reintegraba a la capital magiar con una corresponsalía de prensa, un pasaporte oficial, una esposa y un fascinante mundo por delante.

Hungría entra en guerra con la URSS, a causa del presunto bombardeo de una aldea fronteriza. Luego se la declara a Inglaterra y a Estados Unidos. Circulaba una historieta, inventada por los propios húngaros. Solicita urgente audiencia el secretario de Estado, Cordell Hull, con Roosevelt, para comunicarle la novedad: 'Ese país cae por Europa, ¿no?', inquiere el despistado presidente. 'El reino de Hungría está allí, señor'. '¿Y quién es el rey?'. 'No tienen. El poder lo asume el almirante Horthy'. 'Bueno, mantendrá relaciones con nuestra Flota'. 'Me temo que sea muy difícil, porque carecen de costas y de barcos de guerra'. '¿Qué quieren?'. 'La Transilvania, la Rutenia y una salida al Adriático'. '¿Y por qué no se lo piden a ellos?'. 'Porque son sus aliados, excelencia'.

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La felicidad, en aquel delicioso país duró hasta el 3 de abril, con el primer bombardeo aéreo. Meses después, Horthy se rinde, es apresado y las tropas alemanas destapan su presencia. Se reponen, actualizan y agravan con implacable rigor las leyes antisemitas, imponiendo la estrella de David como signo infamante, y comienza la inmisericorde persecución. Conocí y mantuve buena relación con nuestro representante diplomático, Ángel Sanz Briz, y en la medida en que un joven periodista puede enterarse de lo que le rodea, al cabo de un año y pico, viví aquel periodo hasta tres semanas antes de que los tanques soviéticos ocuparan la ciudad. De vuelta a España, en 1946, con la memoria fresca, escribí un libro, que tomaré como referencia. Mi versión difiere de la que se ofrece periódicamente. Seguiré informando.

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