Carta a la generación de mi hija
Dentro de pocas semanas va a celebrarse en Johannesburgo (Suráfrica) la cumbre mundial sobre desarrollo sostenible de las Naciones Unidas. En ella se tratarán la manera en que los seres humanos nos relacionamos entre nosotros mismos -tema de la desigualdad entre los países ricos del Norte y los países pobres del Sur- y la manera en que armonizamos el desarrollo con la preservación de la naturaleza. El desarrollo sostenible es el nombre que le hemos puesto a la aspiración de ir creando un modelo económico que sea capaz de generar riqueza y bienestar, al tiempo que promueve la cohesión social y evita la destrucción de la naturaleza. Ante esa importante cumbre quiero compartir con los lectores algo que me preocupa enormemente.
Quienes hoy gestionan el mundo no están ya en condiciones de cambiarlo.
El que cada cinco segundos muera una persona de hambre no está en la agenda de los poderosos
Mi hija Haizea tiene 19 años. Pertenece a la generación de quienes en este país nacieron en las postrimerías de la Transición, durante los primeros años de la democracia. Mi generación, la generación de sus padres, se encuentra actualmente ocupando los espacios centrales de la sociedad, tanto en las empresas como en las administraciones, las universidades e incluso en la mayoría de las ONG. Crecidos bajo la dictadura franquista, cuando tuvimos su edad contribuimos a acabar con la pesadilla de la dictadura, a traer la democracia, a ponerla en marcha. Hace escasos días se celebraba, precisamente, el 25 aniversario de las primeras elecciones democráticas, el comienzo del desmantelamiento del franquismo. Más allá de las inevitables limitaciones y condicionantes de los procesos históricos reales, el balance es, sin duda, positivo. La triste excepción la protagonizan los proyectos totalitarios todavía vigentes en tierras vascas.
En los países occidentales de nuestro entorno ya existía democracia. En ellos, la generación de vuestros padres adquirió su mayoría de edad social luchando contra la guerra del Vietnam, protagonizando la revuelta del 68 en París o asistiendo a los conciertos de Woodstock. De San Francisco a Amsterdam, de Londres a Sydney, de Estocolmo a Roma, quienes entonces tenían vuestra edad se rebelaron contra numerosos tabúes y valores sociales esclerotizados que les habían sido transmitidos por las generaciones precedentes.
Fruto de los nuevos valores que incorporaba esa rebeldía, la presencia de la mujer en el mundo del trabajo remunerado, en las instituciones y en la vida pública, se hizo real. Multitud de viejos dogmas relacionados con la sexualidad, las relaciones personales, los modelos familiares, la música y el arte, las formas de vida, el militarismo y la guerra,... fueron abiertamente cuestionados. Creo que, a pesar de todas las contradicciones y carencias, aquella generación hizo su contribución a la creación de una sociedad más libre, más tolerante, más abierta y plural, es decir, mejor.
Sin embargo, la generación de la que formo parte hace tiempo que ha alcanzado ese momento vital en el que administrar el mundo se vuelve incompatible con transformarlo. Carece de la fuerza, el empuje, el coraje, el genio creador necesarios para protagonizar el cambio que requiere la transición hacia el desarrollo sostenible. Sin duda, sigue y seguirá protagonizando mejoras, tanto sociales como ambientales, pero quienes hoy gestionan el mundo no están ya en condiciones de cambiarlo. Han agotado su impulso renovador.
Una muestra inapelable de esa incapacidad para acometer los cambios profundos que se requieren hoy día ha sido la patética soledad del secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, pidiendo a los países ricos en la reciente cumbre de la FAO en Roma que hagan realidad el compromiso de reducir a la mitad el número de personas que sufren hambre, 800 millones. Los dirigentes de los treinta países más ricos de la Tierra ni siquiera tuvieron la cortesía de participar en la reunión, pese a haber sido formalmente invitados. El que cada cinco segundos muera una persona de hambre no está en la agenda de prioridades de los poderosos. Ésa es la triste y terrible realidad.
Dentro de cien o doscientos años, esa situación les parecerá a nuestros sucesores tan indignante como hoy nos parece a nosotros la esclavitud del pasado, incluso peor. De seguro que se preguntarán atónitos cómo podíamos tener unas entrañas tan encallecidas para permitir que un mundo que nadaba en la opulencia asistiese impasible a la muerte diaria de miles y miles de personas por carecer simplemente de alimentos y medicinas. Los más radicales serán incluso más duros y se preguntarán cómo podíamos ser tan canallas.
Ante esos interrogantes, es importante recordar que cada generación tiene la responsabilidad de hacer avanzar a la sociedad. En la fábrica de la vida social, a la juventud le corresponde la tarea de romper moldes, de proponer nuevas reflexiones, de aportar nuevos ímpetus, de hacer nuevas preguntas o de dar nuevas respuestas a las viejas preguntas, de mover la silla a las verdades inmutables. A la juventud le corresponde, en definitiva, aportar una nueva mirada a los paisajes ya vistos. Si eso no ocurre, la sociedad se anquilosa, se petrifica, su alma enferma de arterioesclerosis. Podrá ser una sociedad próspera en lo material, pero en sus estratos más básicos y profundos dará vueltas en círculo como la noria. Porque el progreso civilizatorio tiene que ver, sobre todo, con la ampliación y consolidación de aquellos valores que hacen que una sociedad sea cada vez más justa, más sabia, más compasiva, más solidaria, más integradora, más abierta, más tolerante. Para hacer realidad ese progreso cada generación debe protagonizar un nuevo impulso, haciendo avanzar el listón un poco más lejos en esa tarea colectiva.
La humanidad ha creado la aldea global. Pero en la aldea planetaria hay unas pocas zonas de cinco estrellas junto a infinidad de favelas y chozas miserables. Mientras chateamos tranquilamente con nuestros amigos de Dublín, Shangai o Buenos Aires, mil millones de seres humanos no han realizado jamás una llamada por teléfono. Mientras nos divertimos en los parques con nuestras mascotas, miles de especies caminan hacia su extinción porque el homo ignorantis no les deja espacio y recursos para sobrevivir.
Detener la crisis ecológica y social requiere sin duda de múltiples instrumentos económicos, jurídicos, institucionales, demográficos... Son los cambios incrementales, las reformas, las transformaciones que mencionaba anteriormente. Pero lo que está en juego requiere cambios más profundos. La transición internacional hacia el desarrollo sostenible precisa un cambio de valores que sólo vosotros, los jóvenes, estáis en condiciones de protagonizar.
De la cumbre de Johannesburgo podemos esperar muchas declaraciones y algunas decisiones probablemente no demasiado relevantes. De hecho, el balance de los diez años transcurridos desde la cumbre de Río es más bien negativo. Sin embargo, cada cumbre de las Naciones Unidas repite el mismo mantra de que las actuaciones no han respondido a las expectativas. Y ese sentimiento de relativo fracaso se acepta como si formase parte del orden natural de las cosas.
En un mundo cuyas tendencias sociales dominantes vienen marcadas por la globalización económico-financiera, la crisis ecológica global, la explosión demográfica, la exacerbación de las desigualdades internacionales, la pobreza lacerante de dos mil millones de personas y las migraciones masivas hacia las sociedades opulentas del Norte, éstas necesitan urgentemente actualizar los valores en los que han basado su contrato social. Esa revisión sólo se hará realidad si las sociedades desarrolladas se ven confrontadas con vuestra exigencia de que se modifique de manera radical la manera en que se hoy día abordan los grandes temas arriba mencionados en una dirección de mayor solidaridad social y equilibrio ambiental. Sólo así mantendremos viva la llama de la esperanza a pesar de los magros resultados que se presentarán en Johannesburgo diez años después de la cumbre de Río de Janeiro.
Antxon Olabe es economista y consultor ambiental.
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