Sobredosis
Cuando toca, toca. Y no hay quien se libre de la avalancha: el Día del Padre, San Valentín, el Mundial de Fútbol, las cumbres, los festivales, las universidades de verano, las verbenas, pero también las guerras, los terroristas, las caídas de las bolsas y hasta las intoxicaciones (por tomar coca, que no dulce de coca como lo llaman en Madrid sin saber del todo a qué se están refiriendo y sospechando lo peor sobre los catalanes). Son fenómenos de masas obligatorios para programar el presente. Este año, madre de Dios, toca Gaudí, que ha salido al encuentro de las multitudes y de las divisas con la fuerza competitiva de un parque de atracciones.
Parque temático natural de una Cataluña mucho más inquietante de lo que sus hagiógrafos y la mercadotecnia transmiten, Gaudí atrae por el misterio que encierra, como si fuera nuestro castillo encantado. La atenta observación de las cámaras japonesas lo confirma. Gaudí habla de un pueblo lleno de sorpresas, capaz de cualquier cosa. Droga dura, pues. El turista espectador voyeur se extasía ante el espectáculo del misterio del castillo encantado y de quienes lo habitan. ¿Qué pareja fabulosa hubiera hecho Gaudí, el gran precursor de los visionarios del espectáculo del siglo XX, con Walt Disney?
Tengo ante mí una hermosa fotografía de un confesionario de la Sagrada Familia: una perfección de 1898 que parece, a la vez, el delirio de un sofisticado escenógrafo católico y la casita de la bruja. Igual podría habitar ese confesionario un cura jorobado, al que el marco de una cúpula puntiaguda daría el empaque de un Papa renacentista, que una diabólica arpía desdentada dispuesta a engatusar con sus pócimas secretas al primer desprevenido. ¿Fue Gaudí un beato o un chiflado? ¿Ambas cosas a la vez? ¿Por qué no?
¿Catalanista o españolista? ¿Artista u hortera? ¿Divino o chabacano? ¿Abierto o cerrado? ¿Rústico o cosmopolita? ¿Ingenuo o pícaro? ¿Se burló de todos o se tomó en serio el porvenir? El misterio de Gaudí, aún no desentrañado, y su relación con lo que nosotros somos: ése es aún el morbo. El glamour, diríamos ahora. Un glamour que habla de nosotros: ¿no es el inquietante misterio del espectáculo Gaudí también nuestro misterio, nuestro espectáculo, nuestra cara inquietante? Una cara cuya fachada esconde todas las contradicciones y una anárquica y descontrolada pluralidad. Gaudí, tal vez, es símbolo de la Cataluña más desconocida y real.
¿Cómo logró Gaudí convencer a tanto sponsor -entonces los llamaban mecenas- para patrocinar su obra, su singular parque temático? ¿Les diría que la posteridad conocería sus nombres gracias a su capacidad para adivinar que las gentes del futuro habitarían la sociedad del espectáculo? ¿Así les convenció? ¿De qué pasta estaban hechos esos patrocinadores? ¿Eran tan beatos y tan locos como Gaudí o, simplemente, adivinaron la rentabilidad de la marca para sus herederos, los que hoy patrocinan el boom Gaudí?
Lo más seguro es que tanto Gaudí como sus mecenas ignoraran que los hombres del futuro desarrollarían una desaforada pasión por las marcas. Por el prestigio. Por el espectáculo. Por la sobredosis. Por lo superficial. Por el barroquismo creativo de la mercadotecnia. No sé, pues -¿cómo voy a saberlo?-, si Gaudí se horrorizaría al verse convertido en un gadget o, por el contrario, disfrutaría con los homenajes, los conciertos, los actos académicos, la pleitesía de las autoridades, de los cortesanos y de los turistas. ¿Qué diría el buen hombre de las camisetas, los llaveros, los ceniceros mosaico, los calendarios, las toallas, las tacitas, los banderines, los encendedores y todas las baratijas que llevan su nombre y viajan hoy a cualquier parte del mundo? Hay una clave aún no desmentida: Gaudí mismo era -y es- una sobredosis.
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