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Columna
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El impudor

Hace ya algunas décadas que el pudor, dentro del imaginario colectivo, tiene una connotación peyorativa. El pudor se relaciona con el apocamiento, la pusilanimidad, la falta de carácter. El pudor adquiere un matiz de represión sexual (cuando no de represión psicológica), propio de personalidades incompletas. Llevo algún tiempo, sin embargo, barajando la hipótesis de que el pudor está investido de la condición de singular atributo civilizatorio, de valor social en peligro de desaparición, y tengo la sensación de que por el mismo sumidero por el que se nos va el pudor se pierde también gran parte de lo que ha hecho del ser humano un organismo de cierta calidad en la escala biológica.

El otro día, casi distraídamente, caí en las garras de uno de esos magazines televisivos en que la entrevista a seres anónimos e inconcretos se convierte en una ocasión para el streptease psicosexual. Ya no era sorprendente que la redacción del programa hubiera embaucado a la antigua novia de un muchacho para comparecer ante las cámaras, enfrentarse de improviso con su ex pareja y asistir a una nueva proposición. '¿Quieres salir conmigo?', pregunta el muchacho. Y la chica, a pesar de la turbación de la encerrona, a pesar de los intimidatorios focos del estudio, aún tiene el valor de decir que bueno, que se lo pensará, pero que de ningún modo está segura.

Entonces, desde los extremos más recónditos de la sala, desde el sucio anonimato del populacho, allá donde se esconden los instintos más depravados de la masa, se oye una voz que clama: '¡Sí, di que sí, di que sí!'. El pueblo, el sabio pueblo, se une al espontáneo en un exigente clamor. La chica ya no sabe qué hacer. Todos quieren, piden, exigen que diga que sí. No importa que nadie sepa nada sobre la vida de los interesados, ni cuál había sido su relación anterior, ni las causas de su ruptura; nada importa, en el fondo, lo que vaya a ser de ellos. El guión exige, irrefutable, que vuelvan a unirse en un abrazo, en un beso temeroso, leve, en el que se adivinan los problemas que vendrán, mientras el público aplaude con furor y la presentadora sonríe, como si hubiera culminado una buena obra de las de Teresa de Calcuta.

Ya no se otorga importancia a la privacidad de los sentimientos, de los proyectos vitales. Azorado por la penosa escena, me pregunté por qué a nadie en el estudio le parecía aquello una escena monstruosa, obscena, absolutamente vergonzosa y vergonzante. Siento que pertenezco a otro planeta y que todos los que me rodean son un ejército de marcianos que están acabando con mi raza, que ocupan los cuerpos de mis semejantes y que instalan en ellos un repugnante orden moral que yo, superviviente aún, soy incapaz de comprender.

Pero el programa continúa y aparece otra pareja. Ahora es ella la que pide al chico en matrimonio ante las cámaras, pero se trata sólo del preludio a una escena más obscena: la pareja lleva varias semanas, pocas, de fragorosa convivencia, de modo que qué mejor que hacerse allí mismo el test del embarazo, para poder compartir con la audiencia la noticia de un vástago en camino con el que sellar para toda la eternidad su indestructible amor. La presentadora del programa ofrece a la chica la cajita del predictor, y ella, desinhibida, expone airosamente el artefacto. Por un momento pienso que va a ponerse a orinar allí mismo, violando con su ácido úrico la sagrada intimidad de mi pantalla. Afortunadamente, la presentadora no piensa lo mismo. ¿Qué mejor momento que ese para dar paso a la publicidad? Pasamos a la publicidad con el corazón en un puño, como si en un partido del Mundial de fútbol hubieran congelado la película precisamente cuando va a lanzarse un penalti decisivo.

A la vuelta la chica ya se ha hecho la prueba y muestra a su pareja el resultado. 'Me parece que no', susurra, y el público estalla en una muestra de decepción, de general desánimo. 'Enseña, enseña el resultado ante la cámara', dice la presentadora. La cámara se esfuerza, pero la ausencia de embarazo hace del documento algo inferior, secundario, que ya conviene olvidar.

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Para entonces, sobrecogido, estoy cerrando las persianas de casa, temeroso de que alguien quiera expropiarnos a nosotros, los últimos seres razonables del planeta, nuestra humilde cuota de intimidad.

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