Flores en la farola
Siempre que veo unas flores frescas bajo un monumento viejo, pienso con afecto en la generosa mano anónima que deposita su recordatorio floral delante de una estatua para aliviarla del olvido. Me ocurre, por ejemplo, cuando paseo por el Retiro, de tarde en tarde, y descubro flores frescas bajo el monumento a Galdós, colocadas con el descuido desinteresado de un lector o lectora que al contrario que las casas regionales o las instituciones, que van a los monumentos a recordarse a sí mismas, no pasan factura del precio de las flores firmando la ofrenda. Pero he visto ahora algo distinto: en la céntrica calle del Barquillo hay unas flores atadas a una farola y debajo de ellas una hoja de cuaderno en la que se explica que aquellas margaritas o gerberas recuerdan a un joven que murió en accidente de moto en ese mismo lugar, la esquina de San Lucas, una mañana de domingo.
La ausencia de cualquier retórica fúnebre en la nota recordatoria y la carencia de cruces en la simple hoja de cuaderno imprimen un cierto carácter laico a esa sencilla necesidad humana de recordar. Esta nota, además, ni siquiera menciona el nombre del muerto, y resulta por ello más inquietante, pero inaugura de algún modo un tipo de memorial urbano en el escenario de la diversión y de la vida de nuestros jóvenes. Al menos aquí, en Madrid. Porque, según me cuenta el poeta Dionisio Cañas, proliferan estos recordatorios en Nueva York después del 11-S.
No sé, sin embargo, si en nuestro caso se trata de un hecho aislado o de una más común necesidad impuesta por una realidad nueva: la frecuencia con que la muerte aparece ahora sobre el asfalto de la ciudad y en el escenario callejero de la diversión de los chicos. Para quienes vivimos cerca de esos espacios de encuentro y madrugamos por necesidad, los sábados y los domingos no es extraño que nuestro sueño se altere durante la noche con el griterío de la pelea, el ruido del frenazo brusco que evita o consagra un choque, el sonido del golpe violento de los objetos contundentes, eventualmente la fiereza del tiro y, con frecuencia, las sirenas de las ambulancias o de los coches de policía. Al recuperar la calle tranquila de la mañana, a veces perduran las huellas de la sangre, los cristales rotos, los vestigios del desbarajuste, a pesar de que, hay que reconocerlo, los servicios municipales de limpieza se esmeran temprano en recuperar el sosiego del espacio. Pero se pregunta uno muchas veces qué suerte habrán corrido las vidas nuevas en esas enloquecidas carreras de los espasmos de la noche, en esos arbitrarios juegos del azar llevados de la sinrazón. Unas veces la respuesta viene en la crónica de sucesos y, en otras ocasiones, la crónica no valora ya lo que tiene por acontecimientos desgraciadamente comunes. Y, quizá por eso, esquelas como la que acompaña a las flores de la farola de Barquillo contienen ahora no sólo emotividad, sino información; no sólo hacen de lápida espontánea y fugaz en la fragilidad del papel, sino de pasquín informativo en este tiempo de saturación mediática, tiempo también de los silencios selectivos que terminarán llevando a la recuperación del pasquín callejero del mismo modo que renacen ahora las pintadas.
Nada sé del modo en que se produjo la muerte en moto de este joven en una mañana de domingo -si se trató de una mera desgracia circulatoria o de las consecuencias de una mala noche-, pero cabría la posibilidad de que el recordatorio no fuera sólo un acto emotivo, sino que además tuviera la intención del aviso al caminante. O una cosa y la otra, como ocurría con esos fúnebres homenajes que el amor de la gente de los pueblos instalaba en los márgenes de las viejas carreteras para recordar a los suyos que habían acabado allí con sus días: aquellas cruces servían efectivamente para el memorial, pero advertían de paso al conductor imprudente de los peligros de la curva o de las dificultades del tramo de carretera, quizá como un anticipo de esos escabrosos anuncios de la Dirección General de Tráfico que vinieron después. Sólo le faltaba a Madrid que se le llenaran las farolas de flores o de recordatorios de que la muerte acecha en las calles céntricas cuando se alivian de tráfico. Pero habrá que esperar a ver qué sucede en Manhattan - la moda es la moda- para decidir si lo que conviene es convertir la ciudad en un cementerio, aunque sea civil, o no contar con farolas, flores ni esquelas para celebrar la vida en una calle limpia y libre.
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