Inmigración y nuevas normas europeas
Los resultados electorales franceses, tanto en las presidenciales como en las generales, y la derechización que está experimentando ese país -que en el siglo de su Revolución aprobó su Asamblea los derechos del hombre y del ciudadano, ejerciendo gran influencia en el resto de Europa, con algunas excepciones como las de Rusia y España en gran parte del siglo siguiente y del XX-, no es consecuencia de algo que surge de pronto, sorprendentemente, sino que lo es de un fenómeno aparecido, larvado, desde hace un tiempo en Europa, con anterioridad a esas elecciones y a los terribles asesinatos acaecidos el pasado 11 de septiembre, pero reforzado tal fenómeno desde esta última fecha.
La Europa que surge tras ver pisoteadas sus tierras por la bota nazi -que si se la calzó Hitler fue por la incompetencia de los dirigentes europeos de la época, fueran de derechas o de izquierdas; baste recordar el comportamiento de la izquierda francesa con los refugiados españoles que, tras combatir al fascismo, a la patria de la libertad, igualdad y fraternidad llegaban- se debió a su heroísmo y a la intervención americana, después de su ausencia, nunca comprendida ni bien explicada, desde el 1 de septiembre de 1939 a diciembre de 1941 tras la barbarie japonesa en Pearl Harbor, cuando los europeos bien hubiesen deseado su inmediata intervención, sin olvidar al pueblo soviético -de justicia es proclamarlo ahora que no está de moda el hacerlo ni nunca realmente lo ha estado-, que esas tierras con su sangre regaron 20 millones de sus jóvenes, después de que Stalin tuviera sus desconcertantes e inexplicables devaneos con los dirigentes nazis, sin olvidar igualmente a los jóvenes de otros países; esa Europa, repito, salió después de la guerra mundial renovada y reforzada moralmente.
Lo fue al menos en el lado occidental con las excepciones de España y Portugal durante 40 años, una Europa de los derechos y libertades que ha perdurado hasta nuestros días y que ahora están en parte comprometidos, exigiendo la situación un esfuerzo para que no sufran restricción alguna los derechos fundamentales de sus habitantes de un lado y, de otro, para continuar siendo la patria de todos aquellos que, perteneciendo a otros continentes, a ella acuden para poder subsistir, después, eso sí, de haber sido explotadas en no pocos casos las riquezas naturales de sus países por las potencias europeas, comprobando ahora cómo el pan y la sal se les quieren negar por los ricos. A ellos, que siendo tan pobres sufren, callan y mueren por el abandono a que son condenados, por su impotencia, miseria, hambre y enfermedad.
Después de la posguerra, esos derechos y libertades encontraron acogida y fueron consagrados en esos países en sus respectivos ordenamientos jurídicos. Pero ante el avance de la extrema derecha en algunos países de la Unión, y con el fin de impedir que siga avanzando, los partidos democráticos ceden peligrosamente en sus planteamientos para conservar así parte de su electorado, lo que a la larga puede beneficiar más a los primeros. Derecha e izquierda no parecen tener gran imaginación frente a quienes defienden en sus mensajes posturas racistas, xenófobas y acusaciones de corrupción, que es la base siempre de los discursos fascistas.
Pero la corrupción, guste o no, existe en Europa. Los jueces y fiscales que contra ella luchan no están bien vistos por los políticos afectados, sobre todo, claro es, por quienes tienen el poder. Pero hay gobernantes europeos que se encuentran bajo sospecha, cuando han de ser los gobernantes y los parlamentos los primeros en combatir la corrupción, en vez de considerar a los fiscales y jueces como enemigos que hacen el juego a otras fuerzas políticas.
Al tiempo, no deben caer en la tentación de recortar las facultades que han de tener los jueces y fiscales en un Estado de Derecho, ni tratar de recibir de ellos adhesiones inquebrantables propias del pasado. Procede, por tanto, que los gobernantes adopten medidas tajantes para combatir la corrupción en vez de mirar hacia otro lado, pues sólo así se evitará que esa bandera la esgrima la ultraderecha, cuando históricamente han sido los fascistas los más corruptos.
Las medidas que se anuncian para una reforma de la Justicia en Italia, en Francia y en España preocupan, sobre todo teniendo en cuenta los tiempos que corren. Atención por tanto a todo ello, pues lo que afecta al mundo judicial afecta a los derechos y libertades de los ciudadanos.
La referencia a la Justicia es del todo obligada, pues a ella ha de corresponder en definitiva la interpretación de las normas en materia de inmigración, lo que a todos debe preocupar, gobernantes y gobernados, preocupación que en todo caso no ha de estar reñida con los valores constitucionales de los países que integran la Unión y sí reñida con algunas intervenciones de políticos europeos, lo que resulta incomprensible, pues nunca han de desear para los inmigrantes lo que no desean, eso al menos es lo que cabe esperar, para sus conciudadanos. Mas no olvidemos que las restricciones pueden extenderse a otros campos, más con el clima que impera en los actuales momentos en Europa. Siempre se sabe dónde está el comienzo y nunca dónde está el final.
Debe tenerse, por tanto, sumo cuidado con las reformas que puedan producirse, que se están ya produciendo, sin olvidar que las mismas nunca se caracterizarán por su generosidad, estando por el contrario los jueces y fiscales obligados a derrochar generosidad en la interpretación de las normas que regulen la inmigración.
Así debemos esperarlo de ellos y así se les debe exigir, pues si bien los gobernantes deben tratar de conseguir unas relaciones pacíficas y la eficaz cooperación entre todos los pueblos de la tierra, los jueces, en el desempeño de sus funciones, deben garantizar la convivencia y contribuir al establecimiento de una sociedad democrática, como se establece en el preámbulo de la Constitución Española, dentro siempre del Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular, lo que nunca ha de caer en el vacío ni en nuestro país ni en ningún país democrático. Pero sin olvidar nunca que el drama de la inmigración no se resolverá sino políticamente, no por los jueces.
En Austria, un proyecto de ley establece que a partir del año próximo los inmigrantes que entren en el país y los residentes desde 1998 deben saber alemán y, en caso contrario, perderán el derecho de residencia. Nada dice sin embargo, por aquello de la reciprocidad, que los austriacos deben aprender, por ejemplo, la lengua de los inmigrantes si desean hacer negocios, nadie piensa que se conviertan en emigrantes, con sus países.
En Italia, una nueva ley, además de criminalizar la inmigración clandestina, la residencia sólo se concederá a quienes dispongan de trabajo, por dos años, pero si antes de ese tiempo lo pierden, tendrán que abandonar el país. Ahí queda eso.
En Dinamarca, la reforma, entre otras cosas, contempla que la residencia se otorgará a los siete años y, hasta que transcurra ese tiempo, carecerán de ayudas de la Administración. En Inglaterra se aprobarán, al parecer, fuertes restricciones para quienes soliciten asilo político. Fuertes reducciones se anuncian en España para el reagrupamiento familiar, entre otras medidas.
Corrientes similares van ganando terreno cada vez en mayor medida dentro de la Unión, para evitar, así se dice por su presidente, que Europa se convierta en un coladero permanente; si bien las medidas contra la inmigración irregular no deben convertir a Europa en una fortaleza. Ojalá así sea, pero camino va de ello, si Dios o a quien corresponda hacerlo no lo remedia.
Claro está que la inmigración está alcanzando unas cotas que nunca en Europa se habían conocido, pero la Europa de los derechos y libertades debe reaccionar con equilibrio, mesura y espíritu de grandeza.
De forma vergonzosa se ha abandonado a los países que estuvieron colonizados por los europeos, tras beneficiarse bien durante su estancia en ellos y, ahora, sin hacer nada para reducir la distancia entre pobres y ricos, sino agrandándose la diferencia a favor de los últimos, queremos negarles el derecho a su subsistencia en muchos casos. A Europa vienen buscando la tierra prometida, aunque muchos desean expulsarlos de ella.
En la cumbre celebrada en Roma sobre el hambre que gran parte de la humanidad padece, sólo estaban el presidente de la Unión y Berlusconi. Magnífico. Tal vez piensen los gobernantes que cada pueblo tiene lo que merece. Y hasta Berlusconi el día de la clausura procuró anticipar la misma para ver el partido de Italia en el Mundial de fútbol. Durante las dos horas que duró el partido murieron de hambre mil ochocientos niños.
En efecto. Se nos dice que cada cuatro segundos muere de hambre un niño. Pero vamos a ver. Algo habrá que decir a los gobernantes europeos, sin olvidar al rico tío de América. Si cada esos segundos muere un niño, si nos anuncian que el 80% de los africanos negros, de así seguir las cosas, morirán de sida en un plazo no superior a los diez años, si millares de personas mueren diariamente de enfermedades al carecer de medicinas y prefieren no asistir a ese tipo de reuniones o presenciar un partido de fútbol, si no hacen absolutamente nada para impedir tanta vergüenza, pues al parecer los efectos de sus medidas comenzarán a notarse dentro de unos quince años, ¿qué calificación merecen? ¿Cómo puede extrañarles la invasión, pacífica por lo demás, de gentes de otros lugares de la tierra? ¿Qué inversiones se están haciendo en esos países para evitar la invasión?
Cierto es que la derecha democrática europea poco se parece a la que representaban, entre otros, Adenuaer, De Gasperi, Churchill o De Gaulle, quienes contribuyeron a la reconstrucción de Europa tras la conflagración mundial y que la izquierda, motor de numerosas y grandes conquistas sociales, padece una gran crisis y los auténticos valores de la socialdemocracia parecen encontrarse de vacaciones en algunos países. Y si en ellos la derecha extrema gana terreno y, lo que es más grave, los trabajadores votan a esa fuerza, es debido a los errores de unos y otros. Sus posicionamientos políticos, que se reflejarán en sus ordenamientos jurídicos, nunca deben verse afectados por los de los fascistas.
Que hagan un esfuerzo para seguir considerándonos portadores de la democracia y la libertad es lo que todos deseamos. Cuiden bien de otra parte las reformas que afecten a nuestros hermanos de otros lugares y al ordenamiento jurídico de los diferentes países de la Unión o del ordenamiento único que pueda venir. Que no se les prive, de otro lado, de ningún derecho fundamental.
Toda esta reflexión no pretende sino una llamada de atención y prevenir antes que lamentar. Cuando uno va paseando por la calle y se cruza con africanos o transeúntes de alguna nacionalidad latinoamericana, desea sentirse europeo y mirarles a los ojos, sin importar en absoluto lo que los extremistas piensen.
El día que no tenga ese sentimiento, si es que llega, a tiempo estamos de que no llegue, no seré sino un europeo de nacimiento únicamente, pero solidarizado más que ahora, si ello cabe, con quienes no merecen el maltrato histórico que están recibiendo. De otro lado, cuando España, mi país, fue más grande, fue cuando consiguió que árabes, judíos y cristianos convivieran pacíficamente, con respeto recíproco a sus culturas y religiones. Nunca lo será de producirse hechos como los acaecidos en El Ejido o con la originalidad de algunos Ayuntamientos que, para sacarse a los inmigrantes de encima, les pagan el billete para trasladarlos a otras ciudades. Debe ser lo que algunos entienden por solidaridad, bella palabra de no mucho contenido en los tiempos que nos toca vivir. Y no deseo, finalmente, que en lo sucesivo la ONU llame la atención a España como recientemente ha ocurrido al denunciar mal trato a inmigrantes menores de edad. Que nunca más me sienta obligado a escribir sobre este tema, pues sólo así me sentiré plenamente europeo.
Juan José Martínez Zato es fiscal de Sala del Tribunal Supremo y jefe de la Inspección de la Fiscalía General del Estado.
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