Por qué Europa necesita una Constitución
Existe un consenso casi generalizado, entre expertos y políticos, en afirmar que la Unión Europea no debería adoptar una Constitución en la Conferencia Intergubernamental que tendrá lugar en 2004. Las fórmulas alternativas que se proponen van desde el mantenimiento del statu quo hasta la adopción de una especie de Quasimodo jurídico al que llaman 'Tratado Constitucional'. Creo, sin embargo, que dichas opiniones son paradójicas, ya que niegan a Europa lo que resulta simplemente obvio en el ámbito nacional, que es la existencia de una Constitución en la que, como mínimo, se recojan los derechos fundamentales de las personas y se divida el poder tanto vertical como horizontalmente. ¿Qué explica, entonces, este empeño en que Europa no adopte una Constitución?
Para responder a esta pregunta hay que decir que existe una lectura sobre lo que significa la Unión Europea que se ha convertido actualmente en el punto de partida obligado de casi todos los análisis sobre el tema de la Constitución. La tesis a la que me refiero es, de forma muy resumida, la siguiente: 1) la existencia de un demos, es decir, de un pueblo, es la condición necesaria e indispensable para poder hablar de Constitución; 2) sin demos no puede haber pues Constitución; 3) Europa son sus pueblos, o mejor, los pueblos de sus Estados, pero no habría tal cosa como un demos europeo; 4) por tanto, la inexistencia de un demos europeo, de un pueblo europeo, cerraría la puerta a la adopción de una Constitución Europea.
Esta lectura sobre Europa es tan común, tiene tanta influencia, que, como digo, la aceptamos en muchos de nuestros análisis casi sin rechistar. Ahora bien, creo que es posible argumentar que la cuestión del demos no es tan determinante como la mayor parte de la gente piensa. Al revés, es verosímil afirmar que es la Constitución la que hace al demos, y no el demos el que hace a la Constitución. Desde este punto de vista, la inexistencia de un demos europeo no sería una barrera infranqueable para dictar una Constitución Europea.
Efectivamente, aquí el paralelismo con el mundo privado es de sumo interés. Un ejemplo: cuando una persona celebra un contrato con otra para, pongamos por caso, obtener un servicio (la luz, el agua), a nadie se le ocurriría decir que una de las condiciones indispensables para que el contrato se lleve a efecto es que exista un vínculo entre contratante y contratista (de filiación, amistad, o del tipo que sea) previo a la celebración del contrato. Podría ocurrir que si dicho vínculo existiera, la empresa contratada quizá llegara a dar un mejor servicio al cliente; pero de ahí a decir que el vínculo es algo consustancial al contrato va un trecho bastante largo. Lo importante será cómo regula el contrato las relaciones entre las dos partes: si las regula bien y ambas partes obtienen más ventajas que inconvenientes, el contrato tendrá éxito y no se plantearán problemas. Al contrario, si una de las partes sale perjudicada, habrá problemas. Lo fundamental será, en otras palabras, que el contrato cree una situación de equilibrio entre las personas que lo han celebrado. Si después de años de relación contractual el particular se hace amigo, o incluso llega a formar parte de la familia del contratista, tanto mejor para la humanidad: pero esto será una consecuencia del contrato, y no su causa.
Pues bien, algo muy parecido cabe decir de los pactos constitucionales. La existencia de una previa relación orgánica, o incluso de un vínculo basado en la coincidencia en una serie de valores y principios comunes, no determina las posibilidades de llegar a un pacto de naturaleza constitucional. Ciertamente, como en el caso del contrato en el derecho privado, dicho vínculo puede facilitar las cosas, pero nunca condicionarlas de tal forma que si no existe, no habrá pacto constitucional. Lo fundamental será, de nuevo, el contenido del acuerdo al que lleguen las partes. Si el acuerdo es mutuamente beneficioso, entonces no habrá problemas; si no está en equilibrio entonces sí que surgirán problemas de legitimación. Depende, pues, de cómo sea el pacto. Además, lo mismo que ocurre en el ámbito del derecho privado, puede darse en el del público: si tras un tiempo de relación surge un vínculo entre las partes del pacto constitucional, tanto mejor. Pero esto será consecuencia de la Constitución, y no su condicionante previo.
Vemos, pues, que la inexistencia de un pueblo europeo no es un obstáculo, al menos no un obstáculo inexpugnable, para adoptar una Constitución. Pero que no sea un obstáculo no significa que sea una razón para querer una Constitución. ¿Por qué es posible argumentar que Europa necesita una Constitución? La respuesta a esta pregunta se encuentra en la idea del derecho como credibilidad.
Efectivamente, de todas las formas posibles que existen de encapsular compromisos, es decir, de hacer que los compromisos que diariamente hacemos con nosotros mismos y con los demás tengan una expectativa elevada de cumplimiento, el derecho es la forma más eficaz de hacerlos creíbles. Esto se ve claro con un ejemplo. No es lo mismo decir: 'me comprometo a no volver a presentarme por tercera vez como candidato a presidente del Gobierno', a que una norma jurídica diga: 'nadie puede ser presidente del Gobierno tres mandatos'. Si este compromiso estuviera reflejado en una norma jurídica, hoy en día no estaríamos discutiendo sobre la cuestión en nuestro país. Y si seguimos dándole vueltas a ello es porque la palabra de un gobernante (incluso de uno poco dado a flirtear con este tipo de cuestiones, como es Aznar según Aznar) no tiene el mismo grado de credibilidad que tendría en nuestro país una norma jurídica que estableciera la limitación de mandatos presidenciales.
La idea del derecho como credibilidad resuelve la cuestión de por qué el derecho es mejor que otras alternativas no jurídicas (como la ética, la política o los usos sociales), pero ¿resuelve la pregunta de por qué una Constitución sería mejor que, por ejemplo, un Tratado internacional, que es lo que tenemos en Europa actualmente? La respuesta también es afirmativa. Como bien sabemos, las normas integradas en una Constitución son, de todas las normas, aquellas que proporcionan un mayor grado de credibilidad. Es decir, hay normas jurídicas más creíbles y menos creíbles. Sin duda alguna, el derecho constitucional es mucho más creíble que el derecho internacional público. La cuestión no es meramente teórica: si tenemos que resolver un conflicto entre dos Estados con las herramientas del derecho internacional público, sabemos de antemano que el cumplimiento de la solución que se acuerde dependerá en gran medida de la voluntad de las partes, y en particular, de la voluntad de la parte perdedora. Esto es lo que permite que, por ejemplo, Estados Unidos haya estado sin pagar sus contribuciones a la ONU durante años, por mucho que este país hubiera sido requerido a hacerlo también durante años. La esencia del derecho constitucional es, sin
embargo, que la resolución de conflictos entre dos partes no se deje al albur de la parte perdedora, ni siquiera de la ganadora, sino que se deja en manos de un tercero independiente de los demás, un Tribunal, que dirime el conflicto y además se encarga de velar por la correcta ejecución de la resolución dictada, sin que la parte perdedora pueda hacer nada al respecto.
Pues bien, si aceptamos la visión del derecho como credibilidad, entonces es bastante fácil entender por qué Europa necesita una Constitución. Europa es un entorno en el que los conflictos entre los Estados que la componen, y entre éstos y la Comunidad, son habituales -tristemente, demasiado habituales-, fundamentalmente porque, a pesar de que el Tribunal de Justicia de las Comunidades haya constitucionalizado los Tratados, en realidad, la base que fundamenta ese pacto constitucional es una base de derecho internacional público. Esto permite que muchos Estados no se tomen en serio los compromisos adquiridos y que, sobre todo, los tribunales nacionales no acaben de percibir su función de control y aplicación del derecho comunitario como una función constitucional, y no de mera legalidad. Existen en definitiva conflictos porque el contrato fundacional de la UE no es todo lo creíble que debiera ser. Si dicho pacto fuera realmente constitucional, y no sólo una mera finta de constitucionalidad, como ocurre en la actualidad, podríamos creernos, con un grado de certidumbre bastante alto, que los compromisos incluidos en dicho texto constitucional se acabarían, al final del día, cumpliendo. En definitiva, por razones de credibilidad, Europa necesita una Constitución, ya mismo.
Antonio Estella de Noriega es profesor de Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.
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