Atención a este par
Uno. 'It's a comedy!', exclamó, sorprendido, Hanif Kureishi al contemplar, en el Lliure, la versión teatral que de su novela Intimidad había realizado Gabriela Izcovich, reconvirtiendo su soliloquio confesional en casi, casi, una gemela de The Real Thing, de Tom Stoppard, la cumbre de las comedias sofisticadas sobre matrimonios en crisis. Gabriela Izcovich y Javier Daulte, los creadores del espectáculo que ha arrasado en Barcelona, son un tándem tentacular. Daulte escribe y dirige; Izcovich adapta, dirige e interpreta. Montan sus obras en La Carbonera, una pequeña sala del barrio porteño de San Telmo, con cuatro pesos y toneladas de talento. En nuestro país habían presentado tres espléndidos trabajos: Faros de color y Fuera de cuadro, de Daulte, y Nocturno hindú, sobre la novela de Tabucchi. Intimidad es la crónica de una ruptura. Jay, escritor de éxito, decide abandonar a su familia porque se siente muerto en vida. Ama a sus hijos, pero su mujer, culta, bella, inteligente, ha dejado de 'provocarle curiosidad', y huye a la caza del deseo extinguido. Chéreau llevó al cine el posible futuro de Jay, su liberación erótica con una desconocida; Izcovich & Daulte nos cuentan, en un torbellino de flash-backs, el antes y el después de la separación; los miedos, los reproches, las dudas, los estallidos, los desesperados intentos de salvación. Y los puntos de vista de los amigos, desde el felizmente casado (Marcelo Mariño, un nuevo Brandoni) hasta el vagabundo emocional, adolescente eterno (Gonzalo Kunca). Y la mirada final de la esposa, que, como en Annie Hall, se rebela ante la visión de los hechos que su marido ha puesto por escrito. En Intimidad hay dos escenas magistrales que ejemplifican el estilo de la propuesta. La primera es la cena en silencio absoluto que plasma la quiebra de la pareja: en manos de otros cómicos, esos cinco minutos de mutismo radical hubieran naufragado en el artificio o el tedio, pero Gabriela Izcovich, con una fuerza y una gracia irresistibles, y Carlos Belloso (ácido neurótico en estado puro), a caballo de una pautadísima coreografía de miradas furtivas y gestos banales cargados de sentido, la convierten en una fiesta del horror matrimonial. En la segunda, que Woody Allen hubiera firmado gustoso, la pareja visita a una psicóloga new age (Gaby Ferrero): la secuencia arranca en sorprendente clave de slapstick, con aparatosos resbalones fruto de la tensión, y culmina en un maravilloso combinado de lágrimas y risa furiosa, al verse obligados a recitar un ridículo poema de autoayuda, en la más pura línea Louise L. Hay.
Sin apenas publicidad, Intimidad ha desbordado las previsiones del Lliure de Gràcia: ha de volver en temporada, y girar por España.
Dos. La misma semana, Javier Daulte llevó Gore, un taller realizado con sus alumnos argentinos, al Festival de Sitges, donde fue recibido como la perla negra del certamen. Ahora puede (y debe) verse en Madrid, en Ensayo 100, y está prevista una gira. Tanta gente se quedó en Sitges sin entradas que a los cuatro días se montó en Barcelona una improvisada y entusiasta reprise, demostrando a la burocratizada administración local que cuando hay ganas e ingenio se pueden hallar nuevos espacios para el teatro. Daulte y su banda localizaron un viejo cine de barrio, en un edificio okupado: entre sus rojas paredes desconchadas, que recordaban un Bouffes du Nord de bolsillo, recolocaron las butacas de madera y con cuatro focos prestados por la sala Beckett dieron la función durante cinco días, con entrada gratuita y aforo al completo. Hacía mucho tiempo que no sentía dos sacudidas de placer teatral tan intensas en una misma semana. Si Intimidad es un apocalipsis doméstico con barniz de comedia ligera, Gore es un apocalipsis futurista en el que alternan la emoción y el humor perverso, casi un relato de Ray Bradbury contado por Gonzalo Suárez. Una pareja de extraterrestres llega a la Tierra y se encuentra con un grupo de humanos en fase regresiva. Los visitantes son los últimos supervivientes de una raza estéril, que busca perpetuarse vampirizando fluidos del sistema nervioso. Los terrícolas, quizá devastados por la radiación, hablan y se comportan como oligofrénicos en celo. Las múltiples incomprensiones entre los dos grupos generan una hilaridad glacial, nacida de la extrañeza, que va mucho más allá de la previsible parodia de una película de ciencia-ficción de serie Z. Abundan en el texto los detalles geniales: la canción de Ornella Vanoni que provoca mutaciones lingüísticas, o el personaje de la muchacha loca que capta, desde pequeña, mensajes desconocidos, o el adolescente que -gran golpe teatral- se convierte de repente en un anciano, presunto poseedor del sentido de la vida. Y la utilería alienígena, que parece sacada de Le dernier combat: un taladro se convierte en pistola galáctica; una percha y las tripas de un teléfono, en un comunicador interestelar. Y, por encima de todo, el extraordinario trabajo actoral, intenso, apasionado, convincente segundo a segundo. Intimidad y Gore han sido una doble lección: de talento y de entusiasmo creativo. Tenemos mucho que aprender de estos cómicos argentinos: convierten en materia dramática -reconcentrada, vivísima- todo lo que tocan; saltan más allá de los géneros y hacen, a la fuerza ahorcan, de la necesidad virtud. Escenografías mínimas con más dimensiones que el cubo de Rubik; interpretaciones que se expanden por todos los niveles de la realidad, del naturalismo a la alucinación. Vuelvan ustedes, por favor. Y quédense entre nosotros una larga temporada.
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