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Lord Acton

El 19 de junio del 2002 se conmemora el centenario de la muerte de lord Acton. Nacido en 1834 en Nápoles, Acton fue un inglés atípico, un pensador a contracorriente, católico en la Inglaterra protestante y liberal en una Iglesia dominada por los ultramontanos, que se oponía al progreso científico, al mundo moderno y a las libertades civiles y políticas. Acton estuvo a punto de ser excomulgado por enfrentarse a estas tesis promovidas por Pío IX en su encíclica Quanta cura, de 1864, y por rechazar la doctrina de la infalibilidad papal, que finalmente se impuso en el Concilio Vaticano I, en 1870.

Fue también un hombre profundamente ético, incapaz de zigzaguear en el intrincado mundo de la política, que, en su breve etapa de diputado liberal, no votaba conforme a los intereses de su partido, sino según su conciencia. Esa fidelidad a sus principios fue la causa de su aislamiento y de su exclusión de todo tipo de cargos de responsabilidad en la vida pública inglesa. Aunque fue amigo personal del primer ministro Gladstone y ejerció influencia en la esfera política, los nombramientos que recibió al final de su vida fueron menores o de carácter académico.

Fue un historiador de las ideas notable, un gran ensayista y un pensador liberal que, como Tocqueville y Stuart Mill, pensaba que el gran principio ideológico que debía presidir la vida política era la libertad. Pero, a diferencia de Mill, creía que la libertad no era un simple medio, sino un fin en sí mismo, el fin más elevado que podía perseguir un Estado.

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Concebía la libertad como el derecho del individuo de actuar conforme a su razón y a sus convicciones, a ser dueño de sus decisiones sin estar sometido ni a la presión de la autoridad y de la mayoría ni, como ya advirtiera Mill en su ensayo Sobre la libertad, de 1859, a la más sutil coerción ejercida por las costumbres y por la opinión, mucho más poderosa que cualquier opresión legal porque penetra hasta los últimos resquicios de nuestra alma y amordaza cuanto en ella hay de originalidad y de singularidad. Acton opinaba que la aparición de la libertad de conciencia, origen de las restantes libertades civiles y políticas, había supuesto un paso decisivo en el camino hacia la autonomía del sujeto. Autonomía que el Estado debía garantizar -y ésa era una de sus principales funciones- instaurando el marco de libertad necesario para la vida de los individuos.

Esta exigencia, que había sido formulada por primera vez en el siglo XVII en el Tratado teológico-político de Spinoza, se había convertido en una reivindicación común de los autores liberales posteriores, que reclamaban el establecimiento de límites al poder del Estado. Así, Tocqueville, en La democracia en América, que a mediados del siglo XIX se convirtió en un best-seller que le permitió ocupar un sillón en la Academia francesa, alertaba sobre los peligros del despotismo democrático y proponía como medidas para controlar y limitar el poder central la mayor descentralización política posible, la puesta en marcha de todo tipo de asociaciones culturales, políticas, económicas y sociales, la independencia del poder judicial y la libertad de prensa. Con su lucidez habitual, Tocqueville desvelaba los nubarrones que se cernían sobre la incipiente sociedad democrática, en la que la dejación de derechos y el desinterés de los ciudadanos por lo público auguraban un crecimiento sin precedentes del poder estatal. El individuo moderno, en su individualismo feroz, vivía recluido en la esfera de su familia, sus amigos y su trabajo, de espaldas a lo social, y obsesionado por la seguridad, la única pasión política capaz de motivarle, cedía más y más parcelas de sus derechos al Estado reclamando de éste la resolución de sus conflictos.

El tema de la tiranía de la mayoría, recurrente entre los pensadores liberales desde mediados del XIX, fue también uno de los grandes ejes de la reflexión de Acton. En una carta de 1881 a Mary Gladstone escribía que el grado de libertad de un país se mide por la situación y el nivel de seguridad de que gozan sus minorías. Donde éstas no tienen derechos, no hay libertad.

Acton invalidaba así la gran tesis del Contrato social. En este escrito, Rousseau había creado el mito de la voluntad general que liberaba a la sociedad de su complejo de culpa, de su egoísmo insolidario y que, identificada con el bien común, guiaba la acción del pueblo soberano y garantizaba su rectitud. Partiendo de este supuesto, Rousseau rehuía exigir garantías e imponer límites a la soberanía popular, prohibía derechos civiles como la libertad de expresión o de asociación, y no respetaba derechos naturales como el derecho a la vida. En nombre de un idealizado bien común, que no era la voluntad de la mayoría ni la suma de las voluntades individuales, Rousseau sacrificaba la libertad de individuos y de minorías al poder absoluto de la comunidad. Como rezaba el Contrato social: 'Quien se niegue a obedecer a la voluntad general, será obligado por todo el cuerpo: lo que no significa sino que se le obligará a ser libre'.

En su ensayo sobre las Causas políticas de la revolución americana, Acton calificaba de tiranía esa democracia negadora de derechos y heredera de las ciudades-estado de la antigüedad, y proponía en su lugar la democracia moderna o, como los federalistas preferían decir, el ideal republicano (pues el término democracia, utilizado por Robespierre, estaba aún cargado de connotaciones negativas), con su descentralización política, su equilibrio de poderes y su respeto por las minorías.

El otro gran frente al que se opuso Acton en su defensa del individuo frente a la colectividad fue el nacionalista. Aunque no era un tema que le hubiera preocupado con anterioridad, la posición adoptada por Stuart Mill en Consideraciones sobre el gobierno representativo, de 1861, le obligó a tomar partido. Como la mayoría de los pensadores liberales del siglo XIX, Mill miraba con simpatía las tesis nacionalistas y estaba a favor de que las fronteras políticas se trazaran conforme a criterios de nacionalidad. En dos ensayos de 1861 y 1862, Cavour y Nacionalidad, Acton deslindó tajantemente los campos entre nacionalismo y liberalismo, afirmando que se trataba de dos ideologías opuestas y que el nacionalismo era incompatible con la libertad.

Acton no era un antinacionalista ni un centralista, pues apoyó la causa irlandesa y respaldó el proyecto de autonomía para Irlanda impulsado por el primer ministro Gladstone, el Irish Home Rule, pero lo hizo no desde posiciones nacionalistas, sino desde la perspectiva de un liberal consecuente y defensor de la libertad que trataba simplemente de reparar una injusticia histórica. Respetaba las diferencias nacionales de los pueblos que convivían dentro de un mismo Estado, pero distinguía claramente entre el respeto a la pluralidad y al hecho diferencial, propios del liberalismo moderno, y el nacionalismo político que, en su afán homogeneizador, amenazaba la libertad y el pluralismo. En consecuencia, rechazaba el derecho de autodeterminación porque no respondía a los intereses reales de los ciudadanos, sino a falsos intereses colectivos, a la voluntad de la nación, un ente abstracto y ficticio en cuyo nombre se sacrificaban los derechos individuales. La teoría de la autodeterminación era, en su opinión, profundamente antidemocrática.

Acton concebía el nacionalismo como un retroceso histórico, como la vuelta a tiempos pasados cuando las diferencias de religión, de lengua y de cultura constituían obstáculos insalvables entre los pueblos. Pero esas anacrónicas barreras habían sido barridas por la historia y las diferentes razas y nacionalidades podían ahora convivir en paz bajo un mismo Estado sin perder sus señas de identidad.

Frente a los aspectos étnico-culturales que separan a los individuos, Acton reivindicó un concepto de patria más elevado, más amplio y más racional, basado en un valor ético que todos los ciudadanos podían suscribir, la libertad.

María José Villaverde es profesora titular de Ciencia Política de la Universidad Complutense.

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