La calle
No soy partidario de la política en la calle, pero ahora las calles ocupan un puesto vacante: el de los humillados y ofendidos, el de la defensa de quienes no la tienen. Tuve una vez una polémica con mi hijo Eduardo: él, en Combate, mantenía que sólo en la calle se podía salvar una política secuestrada. Era un extralúcido, cuando otros trataban de creer en la 'transición', y hasta en Adolfo Suárez, que cantó la gallina el viernes declarando que nunca hubo nadie mejor que Aznar y Mayor le debe suceder. Qué razón tenía mi hijo. No sé qué hubiera dicho oyendo a Felipe González declarar que aceptaba la huelga, 'pero no el día': como si tuviera más importancia la reunión de rabadanes, donde van a destrozar la inmigración de los cadáveres africanos.
Cada uno elige su propia muerte, decía Rilke: y mi hijo eligió la suya. Odié la política en la calle porque nací en ella. Iba al colegio tumbado en el suelo del tranvía porque las balas atravesaban las ventanillas, mientras un soldado, junto al conductor, disparaba contra los 'pacos'. He estado yo mismo en la calle, vendiendo Juventud, de las JSU (la dirigía Claudín), y repartiendo candidaturas del Frente Popular, gritando '¡Contra la canalla fascista!', que es lo mismo que digo ahora, desclasado a gusto de mi burguesía. La política de la calle fue una política mortal; y, además, se perdió. Quisiera advertir que los asesinos de entonces, y sus hijos o nietos, siguen insistiendo en que es un asunto del pasado: no les importa la historia, no saben que aquello que se perdió se sigue perdiendo cada día más, y que los decretos, las mayorías de Aznar, son guerras perdidas de hace 60 años.
Aznar, recauchutado y segregando su propia adrenalina, se ha pasado: y la política se va a la calle. Cuando digo Aznar, pobre señor, digo algunas cosas. Ni en la ONU ni en la UE. No la hay en el Parlamento y se va a la calle. Cientos de miles de personas en Bilbao se manifiestan contra la ilegalización de los partidos políticos que no gusten a los que gobiernan. Cientos de miles de mujeres se manifiestan en Sevilla, y las llama de todo. Y en Sevilla misma, la Universidad defiende el fuero que le permite proteger a los que se refugian: la rectora es un firme carácter. Los antiglobalizadores recorren el mundo, mientras la globalización se come Argentina, quiere acabar con los islamistas explicando que son distintos de los musulmanes, prepara la destrucción de Irak y la guerra en Cachemira. Si la política no está donde su casa, la tendrá que hacer la calle.
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