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Columna
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Los escenarios del arte

No pasan desapercibidos los sutiles atractivos utilizados en la exposición que presenta el pintor Jorge Rubio (Bilbao, 1972) en la galería Bilkin de la capital vizcaína. Por encima de todo el artista ha buscado atraer al espectador merced a un buen montaje, de modo que los cuadros estén engarzados unos a otros. Empieza con el cuadro grande, que es el primero que nos encontramos al entrar. Allí unas figuras a línea bastante grandes aparecen como fondo de unos módulos más o menos geométricos. Esas figuras pasan a instalarse en otras de pequeño formato que componen un grupo de 12 piezas breves. A su vez, por esas piezas breves se reparten figuras geométricas de volúmenes irregulares. Muchas de ellas se relacionan entre sí, debido a que algo de unas hay en las otras. En todas esas piezas breves existe la presencia de la figuración humana.

A continuación se observa una obra grande donde también hay unos cuantos módulos de parecido corte a la obra anterior. Sin embargo, ahora las figuras están en el primer plano. Después de una obra únicamente con figuras humanas, entra en liza un grupo de 28 obras pequeñas. De ellas 16 son abstracciones y en las 12 restantes está presente la figura humana. El leitmotiv de las primeras se fundamenta en las formas onduladas, vale decir tubulares, sobre colores tostados, verdes, amarillos, que van acompañadas (o traspasadas) por grafías negras.

Destacamos en las obras pequeñas una gran limpieza, claridad de ideas, un buen efecto luminoso y solvencia en la ejecución. Pero no es demasiado bueno que se le vean tan ostensiblemente las fuentes de las que se nutre. En las primeras 12 piezas hay ecos de Léger, Hockney y hasta de Alfonso Gortázar. En las dos grandes, esos módulos de apariencia geométrica están extraídos con todo descaro de las obras de último Luis Gordillo. Y en el cuadro grande con figuras humanas aparecen algunos acentos impostados que han sido tomados de Valerio Adami.

En la exposición de Xabier Morrás (Pamplona, 1943) en la galería Epelde & Mardaras de Bilbao ocurre todo lo contrario a la muestra citada arriba. De entrada, el montaje es un despropósito. Las obras están amontonadas a la manera de almoneda desdeñosa. Y es extraño, porque en esa galería, como en la mayoría de las galerías que se precien, suelen llevar a cabo unas espléndidas puestas en escena.

Mas con ser eso un desacierto, más lo es el haber juntado obras de distinto pelaje. ¿Qué hacen juntos unos apuntes minúsculos de caseríos medio en ruinas, junto a bocetos escenográficos dispuestos a presentarlos a la directora de relaciones públicas de la Paramount, con unos niños delante de toros sanferminescos, con rincones extraños, sórdidos, postbélicos y cementeriantes, y en todo momento como testimonios ambiguos ferruginosos?

Ese apelotonamiento menestrero (de menestra) sólo cabe encontrarle alguna justificación si se tiene presente que el artista navarro, profesor de Bellas Artes de la UPV-EHU, no expone en Bilbao desde hace doce años.

Sea por lo que sea, eso no es óbice para que el conjunto de la muestra despida un tufillo rancio. De todo lo mostrado, hay una obra que se alza potente. Es la titulada Eats London, en sus dos versiones, siendo mejor aquella en la que el cielo pintado ha sido sustituido por una plancha de hierro. En esa obra rezuma lo siniestro y crudo, la terrible soledad sonora, el miedo a encontrase al final de la calle con un imprevisto destino, tal como lo podía describir Chester Himes, el autor de novelas policíacas, refiriéndose al silencio: 'Ese silencio que se palpa antes del crimen'.

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