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Los socialistas en el callejón del gato

Cuenta Valle-Inclán que en el viejo Madrid había una calle que se llamaba el Callejón del Gato. En ese callejón había un espejo, no sé bien si cóncavo o convexo, que devolvía las imágenes distorsionadas. Los flacos se veían gordos y los gordos se veían flacos. Es más que probable que fuera este espejo del Callejón del Gato el verdadero origen del esperpento.

No sé si sigue existiendo el espejo, ni tan siquiera si sigue habiendo un Callejón del Gato, pero barrunto que sí, cuando leo que los sindicatos, alentados desde la grada por los socialistas de Zapatero, han convocado una huelga general para dinamitar la reforma del sistema de protección del desempleo aprobada por el Gobierno. UGT llevaba tiempo intentándolo, pero sólo ahora parece que cumplirá su sueño. Para más inri, el mismo día de la Cumbre Europea de Sevilla, para que el éxito de la Presidencia Española no sea tan clamoroso como creen por ahí fuera. Es obvio que esta huelga no animará a los inversores extranjeros a establecerse en Andalucía, pero eso al estado mayor socialista no parece preocuparle demasiado.

En este maremagnum, lo que parece claro como el agua es que no se llama a la huelga porque la situación de los trabajadores haya empeorado como consecuencia de la política del PP. En realidad ocurre justo lo contrario. La economía española ha crecido más en los últimos años y va a seguir creciendo más que la economía europea. Nuestras cuentas públicas están equilibradas, porque -por primera vez en muchos años- el Gobierno no gasta más de lo que ingresa, como un buen padre de familia y no como el hijo pródigo del Evangelio. El año pasado, en medio de una borrasca que ha sacudido las cuadernas de las tres principales economías del mundo con una furia desconocida desde el 29, se crearon en España 342.500 empleos, contabilizándose a finales de marzo de este año 16.055.500 españoles ocupados, cuando a mediados del 96 -el último año del califato- sólo iban al trabajo cada mañana 12.999.000 españoles.

Si no son muchos los que creen que el clima social justifica una huelga general, tampoco son demasiados los que se atreven a defender en la plaza pública que hay que dejar las cosas como están. Y es que oponerse a la reforma del mercado de trabajo es como declararse contrario a la ley de la gravedad porque -a pesar de lo hecho estos años- seguimos con un buen número de trabajos que no se cubren a pesar de que nuestro nivel de ocupación es uno de los más bajos de Europa. Predicar contra la reforma supone decir exactamente lo contrario de lo que todos -incluidos los socialistas- hemos defendido en Lisboa, en Gotemburgo o en Barcelona.

Pero una cosa es decir que hay que incentivar la búsqueda de empleo y otra muy distinta estar dispuesto a asumir el coste que cualquier reforma conlleva. Por eso, para distorsionar la realidad, la inteligentsia socialista oscurece sus aspectos positivos. ¿Por qué no dicen que se va a destinar más dinero a ayudar a los desempleados a encontrar trabajo? ¿Por qué no señalan que se van a dar más facilidades a las mujeres para que continúen en el mercado laboral después de la maternidad? ¿Por qué no se regocijan con la extensión de la protección por desempleo a los discapacitados, a las mujeres maltratadas o a los emigrantes que retornan del extranjero? ¿Por qué no coinciden con nosotros en que es bueno permitir a los mayores de 52 años compatibilizar su actividad laboral con la percepción del subsidio?...

Callan estas cosas y se empeñan en repetir que toda la reforma se reduce a quitarle el desempleo al parado que rechace tres ofertas 'adecuadas', a acabar con los salarios de tramitación y a recortar los derechos de los trabajadores fijos discontinuos. Pero estas cuestiones como otras muchas, podían haber sido discutidas en la mesa de negociación, sobre todo cuando nadie discute que la reforma no recorta los dineros destinados a la protección del desempleo, puesto que los ahorros que se consigan se destinarán a ayudar a los trabajadores a encontrar un puesto de trabajo. Pero no se quería el diálogo sino la confrontación. Como el telegrama que Napoleón III mandó a Berlín en 1870 o como el que Francisco José remitió a los serbios en 1914, el enviado por los sindicatos a Moncloa anunciaba la guerra y no la paz. Porque nadie en su sano juicio podía creer que el Gobierno iba a retirar su proyecto desde la cruz hasta la raya antes de ponerse a hablar.

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Pero ¿por qué los socialistas apuestan por la confrontación en un clima tan poco propicio y con tan poca munición? Pues porque cuando uno no sabe a dónde va lo más fácil es subirse en el primer tranvía que pase para sentirse en movimiento. Saben que la tan traída y llevada mundialización conllevará un cambio drástico de los antiguos sistemas de producción -organización jerárquica rígida y alto grado de especialización- por otros más dinámicos. Saben también que cada día será más difícil mantener la sociedad de bienestar porque cada vez habrá menos españoles en edad de trabajar y porque los costes de la educación, la sanidad y la protección social serán más altos. Saben además que no podremos recurrir para crear empleo o atender las nuevas necesidades sociales a la máquina de hacer dinero o dejar las copas a deber, porque para eso el Concilio de Maastricht consagró la estabilidad de precios y la austeridad presupuestaria como los dogmas de la nueva fe. Saben sobre todo que estos cambios provocan una gran incertidumbre en los trabajadores que, en casos extremos, cuando el miedo puede más que la razón, pueden hacerles caer en la tentación de seguir a cualquier predicador por arcaico que pueda resultar su discurso.

No puedo terminar sin denunciar que uno de los argumentos más reaccionarios que se han manejado estos días es el que sostiene que las prestaciones por desempleo son un derecho adquirido por el hecho de haber cotizado tan inamovible como las tablas de Moisés. ¿Quiere esto decir que estas prestaciones sólo alcanzan hasta donde permitan las cotizaciones? ¿Supone esto que cuando mengüen las cotizaciones habrá que recortar las prestaciones? ¿Por qué tan peregrino equilibrio financiero se predica de la protección por desempleo y a nadie se le ha ocurrido decir que no podemos dar más educación o hacer más carreteras que lo que den de sí las tasas académicas o los peajes? ¿No es más sensato concebir la protección social como una exigencia del principio de compensación social (Müller-Armack) a la que debemos hacer frente entre todos sin reparar de dónde viene el dinero? Claro que, así las cosas, lo más justo es que quien se niegue a trabajar no cobre un subsidio que pagan los que sí trabajan quitándoselo a quien lo necesita más que él, como en su día defendió San Pablo y muchos años más tarde Carlos Marx.

Confío en que la sociedad española, cuando analice la reforma, no se mire en el espejo del Callejón del Gato sino en espejos mucho menos literarios que no distorsionan la realidad. Y ni Cándido Méndez es Don Quijote, ni Dulcinea es de León, ni los molinos son gigantes. Sólo molinos.

José Manuel García-Margallo y Marfil es diputado del PP en el Parlamento Europeo.

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