Cultura y cifras
Un museo no es un tubo. El público que lo visita no es un líquido. Y la cultura no debería ser mecánica de fluidos. Desde el punto de vista de las cifras, el mejor museo sería el metro. En los túneles del tren urbano el público pasa rápido, disciplinado y en masa, con el ritmo regulado científicamente por las leyes precisas del tráfico. Un nuevo museo, llamado Museo del Metro, podría convertirse en el más visitado de este país, superando de largo a instituciones museísticas clave, como el templo de la Sagrada Familia, líder destacado, o el Museo del Barça, tercero al que envidiar en el podio de la cultura catalana.
La tiranía de la audiencia ha llegado desde hace tiempo a los museos. Cuantos más visitantes reciban, mejor. Aunque no quepan. Cada año se presenta el ránking de museos según el número de visitantes y año tras año cada institución tiene la obligación de ser más concurrida que el año anterior. Ante la presión que reciben de sus superiores jerárquicos o del ambiente general, los responsables de no pocos centros culturales se ven obligados a maquillar al alza las cifras de visitantes. Con esa práctica, la prudencia invita a dividir las cifras oficiales por un factor de corrección a la baja. Como en el caso de las manifestaciones, se podría decir que tal exposición ha tenido 100.000 visitantes según los organizadores, pero 60.000 según la Guardia Urbana.
La influencia de la televisión ha ayudado a pervertir la idea y el uso de las cifras. Un partido de fútbol se ve desde casa y, en consecuencia, el número de espectadores podría crecer hasta el límite supremo de los 6.000 millones de potenciales aficionados que habitan el planeta. En los museos se hace más difícil alcanzar cifras fabulosas, porque en ellos se produce una relación singular y directa entre quien entra por la puerta, el espacio que se recorre y lo que en él se presenta. Los museos y las exposiciones se visitan en persona. Por ello, en estas experiencias culturales existen límites físicos insuperables.
Pero hay, además, otros límites más importantes que no son materiales, sino que tienen que ver con la naturaleza de lo que se muestra. Es cierto que existe un número mínimo de visitantes, distinto para cada caso, por debajo del cual un equipamiento cultural o una exposición no tienen sentido, no son socialmente rentables. Pero hay también un límite superior, igualmente variable y difícil de determinar, aunque no por ello menos real, a partir del cual el equipamiento o la manifestación tampoco están cumpliendo con sus obligaciones culturales. En efecto, la naturaleza de lo que se presenta cambia cuando se sobrepasa ese límite superior de visitantes. A partir de cierto número de ellos, sucede que más es menos. Lo que se muestra ya no es lo que era. El espectador ni tiene acceso a lo que en teoría se ofrece ni disfruta de ello.
Por otra parte, es cierto que las instituciones públicas culturales tienen la obligación de difundir, educar y transmitir cultura a cuanta más gente mejor. Pero otra de sus obligaciones es innovar. Y la innovación se lleva mal con los récords de audiencia. En cada uno de los centros culturales, por tanto, el número de visitantes no supone lo mismo para una u otra actividad. Depende de qué se trate.
Pero aun así, no sólo se insiste en alardear del crecimiento constante de visitantes, sino que, además, no se publican datos de otra índole, referidos a la calidad y a la satisfacción de los objetivos culturales propuestos. No se sabe, de hecho, ni la cifra real de humanos que entra en los museos catalanes. Esos 13,4 millones de visitantes del año 2001, ¿cuántas personas son? ¿Un millón de individuos que acuden a una institución cultural cada mes? ¿Medio millón de asiduos que ven una exposición cada dos semanas? Si separamos las visitas de operador turístico a Gaudí, el Barça y otros astros globalizados, y dejamos de lado los escolares, quizá lleguemos a la conclusión, observando con paciencia alguna de las instituciones, que el usuario cultural catalán es relativamente escaso y muy asiduo, mientras que existe un alto porcentaje de población que no visita jamás un museo.
Por supuesto, en los hit parades de cada año tampoco se explica la composición social o la pirámide de edad de los visitantes, ni se presenta una mínima aproximación al grado de satisfacción obtenido. No se ofrece ni un solo indicador, aparte de la cifra total de visitantes, que ayude a conocer el funcionamiento y la calidad de las instituciones culturales. No se explica en qué medida han resultado satisfactorias las ofertas. No se dice en qué forma se producen las visitas a una exposición temporal, ni cuántas veces ve la misma persona una instalación permanente. En la crudeza de las listas se compite y se triunfa sólo con una cifra, como en una liga de fútbol, y si alguien dispone de más información que los implacables números de visitantes, ésta no se cita y, por lo tanto, no se puede utilizar para reflexionar sobre los verdaderos resultados de los actos culturales.
Mientras tanto, algunas instituciones que forman parte del circuito turístico han llegado ya al límite sensato de visitantes, si es que no lo han superado con creces. Los responsables de esos centros punteros de la aglomeración tendrían que definir su cifra máxima de asistencia, a partir de la cual todo empeora, y los demás deberían poder relajarse en cuestión de cifras. Olvidemos los dictatoriales guarismos de visitantes y el absurdo ranking, y si pretendemos analizar con cifras el funcionamiento de nuestros museos, preocupémonos por presentar otros indicadores que estén más cerca de la cultura que del tráfico por autopista.
Albert García Espuche es historiador y arquitecto.
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