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Columna
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Columpio

Aquella mañana del 15 de junio de 1977, después de votar por primera vez en libertad , subí a la sierra de Guadarrama donde estaban los amigos en el jardín derruido de Villa Valeria celebrando la democracia y en la radio sonaba la canción Oh mamy, Mamy blue o tal vez eran Los Brincos los que cantaban Con un sorbito de champán mientras el coche atravesaba el paraje de Hoyo del Manzanares en cuyas breñas perfumadas de jara y pólvora aún sonaban las descargas del último fusilamiento que mandó Franco, pero entre aquellos peñascales había ahora familias felices en sillas plegables alrededor de tarteras abiertas. Todos mis amigos eran progresistas, lucían patillas de hacha y algunos habían estado en la cárcel. En el jardín de Villa Valeria se celebraba también una fiesta campestre, y algunos de aquellos jóvenes que después serían ministros jugaban a la petanca o hablaban de proyectos políticos, sentados en sillones blancos de mimbre desventrados que pertenecían a los antiguos dueños de la mansión abandonada. Permanecen todavía extasiados en el aire los gritos de los niños que poblaban el jardín y entre ellos había una niña rubia de cuatro años que en silencio se columpiaba bajo los pinos y cuyo rastro he perdido. A la sombra de aquella mansión en ruinas se solazaban unas mujeres que eran madres jóvenes, llenas de placer, dispuestas a romper todas las barreras. Como cualquier ser vivo, una generación nace, crece, se reproduce y muere. O tal vez se transforma. Aquellos jóvenes progresistas que establecieron sus ritos de humo en los años sesenta y llegaron hasta la muerte de Franco muy limpios con su ira musical, fueron entonces ya escarnecidos por la derecha ruda e incluso hoy son zaheridos por muchos que pertenecieron a esa propia cosecha, gente ahora muy establecida, con tripa, canas y la depresión en la nuca. La generación de la República se salvó estéticamente con la derrota en la guerra civil, pero estos progresistas se estigmatizaron con el poder. Pese a todo, en su tiempo abrieron todos los caminos, y aunque algunos daban al abismo y otros a la deserción o a La Moncloa, siempre quedó preservada aquella niña rubia que se columpiaba bajo los pinos de la mansión en ruinas. Después de 25 años, tal vez sea hoy una joven dispuesta a seguir luchando por la misma libertad. Desconozco cuál ha sido su destino, pero sólo para salvarme, la imagino fuerte, independiente, saludable y entregada, como el fruto de una generación que no se pudrió del todo.

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