Visiones clásicas
'Ésta es una historia imposible de contar. Demasiada gente, demasiados sitios, demasiados discos'. No, aunque lo parezca no es una descripción del Sónar, sino una cita de 1991 sobre el tecno que aparece en ese imprescindible libro que es Loops (Mondadori). Pese a ser obra muy voluminosa -580 páginas-, llevarla encima por las noches al festival tiene grandes ventajas: da empaque, se usa, blandiéndola, para achicar espacios y, si no fuera porque nadie es capaz de oírte, proporciona estupendos temas de conversación, estilo: '¿No dirías que el bleep'n'bass es un groove hipnótico en la periferia de la cultura rave?'. Por otro lado, sirve de peana para ganar esos centímetros de más esenciales para disfrutar de una gran visión de las actuaciones. Peana es lo que desde luego no necesitaba la monumental jenízara que se bamboleaba la otra noche en el Sónar Club al ritmo edulcorado de los Pet Shop Boys componiendo escenas de una sensualidad no vista desde que Ralphi Rosario interpretaba You used to hold me o Brinca. Hay imágenes del Sónar, como ésa, la de los dos tipos enfundados en camisetas de Kraftwerk que recorrían con paso de bersaglieris alucinados el gran recinto o la de la ninfa con un pantalón de cintura tan bajo que el impudor se disolvía ya en pura fisiología, que no caben en la más documentada elaboración teórica. Y sin embargo, pese a tantos rostros, sonidos y estampas nuevas, pese a Maradona, la carpa diurna o el restaurante nocturno, domina la sensación de que en el festival uno vive ya una experiencia clásica. Como la batalla de Egospótamos, pero en feliz.
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