_
_
_
_
_
LECTURA

Los desafíos bélicos de Churchill

En términos personales, para Churchill la guerra se divide en tres periodos claramente marcados. El primero va de mayo de 1940 a diciembre de 1941. En él estaba bajo la amenaza de peligro -de un peligro mortal y directo, eso sí- que provenía únicamente del enemigo, de Hitler. Este periodo de peligro lo superó gloriosamente.

En diciembre de 1941, Hitler había dejado de ser verdaderamente peligroso. De diciembre de 1941 a noviembre de 1942 -un periodo de transición en el que ya no le amenazaba ninguna gran derrota, pero en el que la victoria aún no estaba a la vista-, el peligro le vino a Churchill desde el frente político patrio. De pronto volvió a haber crítica, y oposición, y fuerzas que pugnaban por derrocarlo. Él se las apañó muy bien y, desde finales de 1942 hasta el fin de la guerra, el frente doméstico quedó más o menos en calma... aunque sólo fuera una calma engañosa, como pronto se iba a ver.

'Winston Churchill'

Sebastian Haffner. Destino.

Si Stafford Cripps le hubiera arrebatado el Gobierno en 1942, ¿realmente eso habría sido tan terrible, salvo, claro está, para el propio Churchill? Cripps era un político de pura cepa
Al final de la guerra la única fuerza que habría en Europa sería la de los ejércitos aliados. Rusia no sobrepasaría sus fronteras y Francia resurgiría un poquito avergonzada
Winston Churchill no sólo quería aniquilar a Hitler, sino, de un mismo tirón, dejar a Stalin fuera de combate e involucrar a Roosevelt, de tal modo que Estados Unidos ya nunca pudiera volver a separarse de Inglaterra

Pero en este tercer periodo, quienes habían sido sus aliados pasaron a convertirse en sus enemigos más acérrimos: Stalin y, desde finales de 1943, también Roosevelt. Y contra ellos, Churchill perdió. En mayo de 1945, la victoria final contra Hitler -personaje que ya no tenía mayor interés- le supo amarga, ya que sellaba al mismo tiempo su derrota contra Stalin y Roosevelt.

Y justo entonces, cuando todavía estaba buscando desesperadamente nuevas vías que le permitieran arrancarle siquiera una victoria parcial a esta derrota -pues ya sabemos que un Churchill nunca se rinde-, resultó que también la victoria en el frente patrio de 1942 demostró ser pírrica. En julio de 1945 fue destituido por los electores y despojado de su poder.

¿Qué fue lo que hizo que, en el transcurso de 1942, el frente patrio de pronto volviera a serle peligroso a Churchill? Desde un punto de vista superficial (aunque no por eso menos cierto), simplemente que 1942 resultó ser un año de duras derrotas militares para Inglaterra.

Éxitos defensivos

En cambio, 1940 y 1941, aun con todos su permanentes peligros, aportaron considerables éxitos defensivos. Que entremedias fracasara una acometida como la expedición griega, todavía se podía aceptar. Y a partir de 1942, ya todo eran victorias. Pero entre una etapa y otra, en 1942, todo salió mal durante un año entero. Los japoneses arrollaron Malasia y Birmania, amenazando a la India. Rommel venció al ejército del Nilo y penetró profundamente en Egipto. La fortaleza inexpugnable de Singapur capituló miserablemente con más de 100.000 hombres. Tobruk, el fuerte del desierto, que el año anterior había resistido muchos meses aislado, cayó de golpe en un solo día. La flota, sometida a exigencias excesivas, fue diezmada sin piedad, tanto en el Pacífico, en el océano Índico y en el Mediterráneo, como en los convoyes que recorrían el océano Glacial Ártico con destino a Rusia. Las pérdidas de barcos comerciales por acción de los submarinos aumentaron excesivamente. Un intento de invasión en Dieppe tuvo resultados nefastos. La India se declaró en rebeldía, y Gandhi y Nehru acabaron en cárceles inglesas por última vez.

Viejos recuerdos salieron de nuevo a la luz: aquel Churchill reaccionario que antes de la era de Hitler siempre había estado equivocado. Pero, por encima de todo, lo que se le reprochaba eran todas aquellas derrotas en tierra y en mar que de repente empezaron a caer sobre el país. Después de todo, si se le había contratado era porque se suponía que entendía de guerras. Parecía evidente que, después de todo, no entendía tanto como él se creía. ¡Si es que, en vez de mejorar, las cosas se estaban poniendo cada vez peor!

En julio hubo una moción de censura en el Parlamento. Fue rechazada, pero la crisis de confianza seguía latente. En septiembre sobrevino la amenaza de una crisis ministerial e incluso apareció de pronto un candidato de la oposición: sir Stafford Cripps, un personaje marginal de la izquierda, al igual que Churchill lo había sido de la derecha. En tiempos de paz, Cripps nunca habría tenido la menor oportunidad de convertirse en primer ministro, pero en la guerra, y bajo una coalición que aunaba a todos los partidos, no había nada imposible. Además, Cripps era la antítesis de Churchill, de modo que su poder de fascinación crecía con el mismo ritmo con el que se propagaba la decepción con respecto a su rival. Era un asceta de fría inteligencia, una mezcla a lo Robespierre de puritanismo con radicalismo, de labios finos y ademanes precisos, sin duda un gran hombre a su manera, si no fuera porque en él también había cierto rasgo de vegetariana insipidez.

En septiembre, Cripps dimitió del Gabinete, y lo hizo de manera que pasaba a asumir claramente el papel de candidato de la oposición a Churchill. Éste consiguió arrancarle un aplazamiento hasta las grandes operaciones que se proyectaban para el norte de África. Afortunadamente, estas operaciones le dieron a la guerra su punto de inflexión, con lo que Churchill quedó salvado y Cripps fracasó. Churchill lo degradó a ministro de Armamento del Aire, y Cripps ya no volvió a suponer nunca más un peligro para él.

Esta clase de episodios resulta reveladora, y su resultado denota cierto grado de justicia divina. Si Cripps hubiera sido el Robespierre que a muchos les parecía, se habría batido duramente en duelo con Churchill justo en el instante de su mayor debilidad, y no se puede excluir que, en ese caso, Churchill hubiera caído en octubre de 1942, al igual que cayera Asquith en diciembre de 1916. En ese caso, Cripps se habría convertido en el Lloyd George de la II Guerra Mundial.

Y, para ser sinceros, ¿realmente, eso habría sido tan terrible (salvo, claro está, para el propio Churchill)? Cripps no era un generalísimo ni un héroe de guerra como su rival, sino un político de pura cepa. Pero en el otoño de 1942 ya se habían asentado las bases de la futura victoria militar (a pesar de todas las derrotas de aquel año, que de tal modo habían conmocionado al país y que Churchill, con una amplia mirada estratégica, supo ver como los episodios puntuales que realmente eran). Y puede que el político Cripps hubiera sabido adaptarse mejor al paisaje de la segunda mitad de la guerra que Churchill.

Un juego arriesgado

Y es que, bajo la superficie de la inquietud producida por las derrotas militares de 1942, en la crisis de aquel año también subyacían preocupaciones más profundas y todavía inexpresadas en torno a la política general adoptada por Churchill. Se había extendido la sensación de que estaba apostando bajo cuerda a un juego demasiado arriesgado, sensación que, de hecho, estaba mucho más justificada que la transitoria decepción por su gestión militar. Gracias a las victorias de los dos años y medio siguientes, esta sensación se vio nuevamente acallada, aunque no por eso dejó de seguir latente. Finalmente, en julio de 1942, fue repentinamente liberada en la gran explosión que barrió a Churchill de un soplido.

En la gran alianza que Churchill y Hitler concertaron en 1941 por medio de la interacción, casi mística, que marcó su relación de principio a fin, sin lugar a dudas Inglaterra era la parte más pequeña y frágil. La política lógica de este país habría sido actuar como nexo de unión todo el tiempo que fuera necesario, reservar sus propias energías en la medida de lo posible y, cuando llegara el momento, procurar que la inevitable victoria de sus desmesurados aliados no fuera excesivamente completa y que las fuerzas vencidas quedaran más o menos preservadas dentro del juego internacional de equilibrios.

Seguramente, también Churchill se daba cuenta de todo eso. Sin embargo, al mismo tiempo veía una posibilidad distinta y mucho más gloriosa. Creía estar vislumbrando el camino por medio del cual Inglaterra, aun siendo la parte más pequeña, podría dominar y dirigir a la gran coalición. Por así decirlo, Churchill se consideraba capaz de agitar el perro desde la cola. No quería que la victoria quedara incompleta, y aún menos amputarla premeditadamente. No estaba dispuesto a encarnar a la vez a Marlborough y a su rival Bolingbroke, quien, a espaldas del generalísimo de entonces, había concertado con Luis XIV una paz especial tan útil como poco elegante. Actuar así habría sido un atentado contra su naturaleza. Churchill no sólo quería aniquilar a Hitler, sino, de un mismo tirón, dejar a Stalin fuera de combate e involucrar a Roosevelt de tal modo que América ya nunca pudiera volver a separarse de Inglaterra.

Para eso necesitaba que la guerra transcurriera de modo que Rusia quedara físicamente apartada de Europa. Y para eso, la meta de la gran ofensiva angloamericana tenía que ser Europa oriental, y no Europa occidental. El mismo impulso que rompiera el poder de Alemania debía servir para correr un cerrojo de acero entre Rusia y Europa. Pero eso implicaba que la guerra no debía lanzarse desde el Oeste, sino desde el Sur, y no desde la base inglesa, sino desde la norteafricana, y no cruzando el canal, sino el Mediterráneo; no con la trayectoria de ataque París-Colonia-Ruhr, sino Trieste-Viena-Praga, para, desde allí, seguir camino hasta Berlín o tal vez incluso hasta Varsovia.

Si se conseguía, al final de la guerra, la única fuerza militar que habría en Europa sería la unión de los ejércitos de Inglaterra y de América, que dominarían el continente. Rusia no sobrepasaría sus fronteras y Francia no volvería a ser el escenario de ningún combate, resurgiendo intacta y sin mácula, liberada y un poquito avergonzada. Y en la combinación angloamericana, que a partir de entonces le procuraría un nuevo rostro a la Europa liberada y ocupada, Churchill se veía capaz de seguir llevando la batuta.

Una visión deslumbrante

Una visión deslumbrante. Pero ¿cómo convertirla en realidad? ¿Cómo imponer esta estrategia? Churchill nunca pudo exponer abiertamente su meta política; desde luego, no podía hacerlo de ningún modo frente a Rusia, pero tampoco frente a América. Por otra parte, todas las argumentaciones estratégicas desaconsejaban su visión. Naturalmente, emprender el inmenso rodeo por el norte de África en lugar de tomar el camino directo a través de Francia suponía una pérdida de tiempo y un debilitamiento de fuerzas: eso es algo de lo que podía darse cuenta cualquier aprendiz de estrategia militar, y los militares americanos, encabezados por Marshall y Eisenhower, no se cansaron nunca de intentar hacérselo ver a Churchill desesperadamente.

Pero Churchill tenía un as en la manga: América llevaba dos años de retraso con respecto a Inglaterra, tanto en el control de la guerra como en su preparación. Si no quería seguir esperando sin hacer nada hasta que dos o tres años después se viera al fin en situación de dirigir la guerra a su manera -y América siempre ha sido un país impaciente-, entonces no le quedaba más remedio que aceptar de momento la guerra inglesa tal y como estaba, y adherirse a Inglaterra a modo de refuerzo, con unas fuerzas que, aun siendo todavía escasas, iban en aumento. Pero, claro, resulta que Inglaterra ya estaba comprometida... ¡en el norte de África!

Ni Roosevelt ni Stalin tenían el menor interés en apoyar la estrategia sureña de Churchill ni su trasfondo político. Es más, Stalin incluso tenía todo el interés del mundo en frustrarla, e hizo todo lo que estuvo en su mano para ello. Y aun así, en un primer momento, Churchill logró imponerla. Lo consiguió en el verano de 1942, mientras recibía golpes por todas partes y en todos los frentes, y cuando en su propio país empezaba a moverse el suelo bajo sus pies.

El Churchill de 1942 había dejado de ser el hombre del destino. El juego desmesuradamente temerario que emprendió por aquel entonces acabó saliéndole mal, y, sin que él lo supiera, el breve instante de gloria en el que le fue dado escribir unas cuantas líneas de la historia universal había transcurrido ya. Aun así, quien quiera admirar a Churchill en la cima de su fuerza y esplendor personal, hará bien en echarle al menos un vistazo a este Churchill de 1942. Aquel verano parecía tener veinte manos. Defendió el pellejo en el Parlamento, neutralizó a Cripps, planificó campañas con los jefes de su plana mayor, atendió a delegados americanos, voló a Egipto para designar y destituir generales, voló a Washington para implorarle a Roosevelt, voló a Moscú para hacerse valer frente a Stalin. Nunca llegó a parecerse tanto a un bulldog que se niega a soltar su presa y que hunde más profundamente sus colmillos a cada golpe que recibe. Y a finales de año lo consiguió. Por lo pronto, tenía a todo el mundo allí donde él quería: a Hitler y a Stalin peleándose en la Rusia profunda, a Rommel vencido y el Mediterráneo abierto, América marchando junto a Inglaterra en el norte de África. Todo estaba preparado para saltar al otro lado del Mediterráneo al año siguiente. Entretanto, las flotas aéreas empezaban a bombardear Alemania. En el paso de 1942 a 1943, Churchill parecía tener el mundo en sus manos.

Sin embargo, sólo un año más tarde, toda su estrategia, y con ella su política, estaba en ruinas. Churchill había construido sobre la base de que en la guerra resulta casi imposible dar marcha atrás en una opción estratégica: el tren no tiene más remedio que seguir circulando por los raíles que se le han tendido. Mientras comprometía a los americanos en el Mediterráneo con sus acciones, Churchill nunca dejó de aceptarles la invasión por el oeste con sus palabras: sí, está bien, en algún momento, al final de todo... Pero no contó con que fueran a tomarlo al pie de la letra. No había creído posible que los americanos pudieran ser capaces de interrumpir brutalmente la imponente campaña mediterránea a la que él los había conducido y en la que, por lo pronto, les gustara o no, habían metido todo lo que tenían a mano; de dejarla ahí varada como a un torso descabezado, de cambiar el rumbo de toda la operación, asumiendo seis meses de tiempo perdido, y de volver a empezar desde cero siguiendo un enfoque completamente distinto. Pero eso es exactamente lo que hicieron.

Conferencia de Teherán

El perro acabó harto de que lo agitaran desde la cola. A finales de 1943, tras dos años de armamento y de movilización, América había llegado al punto en el que ya podía dirigir su propia guerra y estaba decidida a hacerlo. Ya no dependía de tener que prestar servicios auxiliares a Inglaterra. En la Conferencia de Teherán, a finales de noviembre de 1943, Roosevelt se alió con Stalin contra Churchill. Y a Churchill no le quedó otro remedio que ceder a regañadientes y dejar que echaran a pique toda su obra estratégico-política del año anterior.

En Teherán se decidió todo lo que se llevaría a la práctica en el verano de 1944 y que marcaría la historia de la posguerra europea: la liquidación de la estrategia meridional de Churchill y su sustitución por el desembarco francés. Eso no fue sólo una decisión estratégica, sino también altamente política: implicaba que Rusia no iba a quedar aislada de Europa, sino que Este y Oeste iban a topar justo en el centro del Viejo Continente. La visión churchilliana de una Europa que respondiera a su visión -una Europa conservadora restaurada bajo auspicios angloamericanos- se convirtió así en una utopía. La Europa de posguerra, o bien sería una Europa de izquierdas, democrática y más o menos socialista, o bien quedaría dividida en dos. (...)

Para Churchill, Teherán supuso el punto de inflexión de la guerra, pero también un punto de inflexión en su vida. Su 69º cumpleaños cayó en plena conferencia. Hasta entonces, apenas se le había notado la tremenda tensión física y anímica que exigía la guerra en una fase vital tan tardía. Su rostro seguía siendo un rosado rostro de bebé, por mucho que, ciertamente, adelantara amenazadoramente la barbilla y luciera una expresión de rabia contenida. Su capacidad de trabajo y de concentración, así como su autodominio, su capacidad de decisión y su resistencia seguían rozando lo inaudito. Pero de repente, durante la misma conferencia, fue envejeciendo a ojos vista, hasta el punto de que se podría decir que, hora tras hora, se fue transformando en un anciano: prolijo, falto de concentración, distraído. En las pausas de la conferencia hablaba sombríamente de la guerra futura en la que se estaban metiendo: la guerra con Rusia. 'Y será una guerra aún más terrible que ésta. Pero yo ya no estaré aquí. Estaré durmiendo. Dormiré durante millones de años'. Eso no sonaba como las palabras de un hombre de Estado, sino más bien como las de un visionario: un visionario un poco senil.

Dolencia psicosomática

En el viaje de regreso de Teherán, en Cartago, donde debía entrevistarse con Eisenhower, Churchill cayó víctima de una grave pulmonía, a todas luces una dolencia psicosomática. Durante un par de días estuvo entre la vida y la muerte. Superada la crisis por medio de potentes antibióticos, empezó a organizar enseguida un nuevo entreacto: un desembarco cerca de Roma con el que pretendía poner en movimiento el paralizado frente italiano. ¿Realmente podía darse el caso de que los americanos tuvieran el valor de desmontar este frente justo cuando empezaba a estar de nuevo en plena marcha? Pero el desembarco de Anzio quedó en papel mojado, y a finales del invierno de 1944 regresaba a Londres un Churchill profundamente abatido.

A partir de Teherán se introduce en la conducta de Churchill un rasgo incoherente e imprevisible, una especie de avanzar a salto de mata. Continuaba estando -o volvía a estar- pletórico de energía y lleno de ocurrencias, seguía muy activo y contundente en sus palabras, aún era capaz de tomar grandes decisiones y de realizar grandes acciones. Sólo que ahora las decisiones adquirían un carácter algo repentino, y las acciones, improvisado. Ya no contaban con el apoyo de un gran concepto global porque se lo habían roto. Y, tras este golpe, tampoco como persona siguió siendo plenamente la misma de tres años antes. Sí, sin duda aún era el Churchill de siempre, pero algo descompuesto y desgarrado, más irritable, imprevisible, envejecido y malévolo que antes. (...)

En términos personales, para Churchill la guerra se divide en tres periodos claramente marcados. El primero va de mayo de 1940 a diciembre de 1941. En él estaba bajo la amenaza de peligro -de un peligro mortal y directo, eso sí- que provenía únicamente del enemigo, de Hitler. Este periodo de peligro lo superó gloriosamente.

En diciembre de 1941, Hitler había dejado de ser verdaderamente peligroso. De diciembre de 1941 a noviembre de 1942 -un periodo de transición en el que ya no le amenazaba ninguna gran derrota, pero en el que la victoria aún no estaba a la vista-, el peligro le vino a Churchill desde el frente político patrio. De pronto volvió a haber crítica, y oposición, y fuerzas que pugnaban por derrocarlo. Él se las apañó muy bien y, desde finales de 1942 hasta el fin de la guerra, el frente doméstico quedó más o menos en calma... aunque sólo fuera una calma engañosa, como pronto se iba a ver.

Pero en este tercer periodo, quienes habían sido sus aliados pasaron a convertirse en sus enemigos más acérrimos: Stalin y, desde finales de 1943, también Roosevelt. Y contra ellos, Churchill perdió. En mayo de 1945, la victoria final contra Hitler -personaje que ya no tenía mayor interés- le supo amarga, ya que sellaba al mismo tiempo su derrota contra Stalin y Roosevelt.

Y justo entonces, cuando todavía estaba buscando desesperadamente nuevas vías que le permitieran arrancarle siquiera una victoria parcial a esta derrota -pues ya sabemos que un Churchill nunca se rinde-, resultó que también la victoria en el frente patrio de 1942 demostró ser pírrica. En julio de 1945 fue destituido por los electores y despojado de su poder.

¿Qué fue lo que hizo que, en el transcurso de 1942, el frente patrio de pronto volviera a serle peligroso a Churchill? Desde un punto de vista superficial (aunque no por eso menos cierto), simplemente que 1942 resultó ser un año de duras derrotas militares para Inglaterra.

Éxitos defensivos

En cambio, 1940 y 1941, aun con todos su permanentes peligros, aportaron considerables éxitos defensivos. Que entremedias fracasara una acometida como la expedición griega, todavía se podía aceptar. Y a partir de 1942, ya todo eran victorias. Pero entre una etapa y otra, en 1942, todo salió mal durante un año entero. Los japoneses arrollaron Malasia y Birmania, amenazando a la India. Rommel venció al ejército del Nilo y penetró profundamente en Egipto. La fortaleza inexpugnable de Singapur capituló miserablemente con más de 100.000 hombres. Tobruk, el fuerte del desierto, que el año anterior había resistido muchos meses aislado, cayó de golpe en un solo día. La flota, sometida a exigencias excesivas, fue diezmada sin piedad, tanto en el Pacífico, en el océano Índico y en el Mediterráneo, como en los convoyes que recorrían el océano Glacial Ártico con destino a Rusia. Las pérdidas de barcos comerciales por acción de los submarinos aumentaron excesivamente. Un intento de invasión en Dieppe tuvo resultados nefastos. La India se declaró en rebeldía, y Gandhi y Nehru acabaron en cárceles inglesas por última vez.

Viejos recuerdos salieron de nuevo a la luz: aquel Churchill reaccionario que antes de la era de Hitler siempre había estado equivocado. Pero, por encima de todo, lo que se le reprochaba eran todas aquellas derrotas en tierra y en mar que de repente empezaron a caer sobre el país. Después de todo, si se le había contratado era porque se suponía que entendía de guerras. Parecía evidente que, después de todo, no entendía tanto como él se creía. ¡Si es que, en vez de mejorar, las cosas se estaban poniendo cada vez peor!

En julio hubo una moción de censura en el Parlamento. Fue rechazada, pero la crisis de confianza seguía latente. En septiembre sobrevino la amenaza de una crisis ministerial e incluso apareció de pronto un candidato de la oposición: sir Stafford Cripps, un personaje marginal de la izquierda, al igual que Churchill lo había sido de la derecha. En tiempos de paz, Cripps nunca habría tenido la menor oportunidad de convertirse en primer ministro, pero en la guerra, y bajo una coalición que aunaba a todos los partidos, no había nada imposible. Además, Cripps era la antítesis de Churchill, de modo que su poder de fascinación crecía con el mismo ritmo con el que se propagaba la decepción con respecto a su rival. Era un asceta de fría inteligencia, una mezcla a lo Robespierre de puritanismo con radicalismo, de labios finos y ademanes precisos, sin duda un gran hombre a su manera, si no fuera porque en él también había cierto rasgo de vegetariana insipidez.

En septiembre, Cripps dimitió del Gabinete, y lo hizo de manera que pasaba a asumir claramente el papel de candidato de la oposición a Churchill. Éste consiguió arrancarle un aplazamiento hasta las grandes operaciones que se proyectaban para el norte de África. Afortunadamente, estas operaciones le dieron a la guerra su punto de inflexión, con lo que Churchill quedó salvado y Cripps fracasó. Churchill lo degradó a ministro de Armamento del Aire, y Cripps ya no volvió a suponer nunca más un peligro para él.

Esta clase de episodios resulta reveladora, y su resultado denota cierto grado de justicia divina. Si Cripps hubiera sido el Robespierre que a muchos les parecía, se habría batido duramente en duelo con Churchill justo en el instante de su mayor debilidad, y no se puede excluir que, en ese caso, Churchill hubiera caído en octubre de 1942, al igual que cayera Asquith en diciembre de 1916. En ese caso, Cripps se habría convertido en el Lloyd George de la II Guerra Mundial.

Y, para ser sinceros, ¿realmente, eso habría sido tan terrible (salvo, claro está, para el propio Churchill)? Cripps no era un generalísimo ni un héroe de guerra como su rival, sino un político de pura cepa. Pero en el otoño de 1942 ya se habían asentado las bases de la futura victoria militar (a pesar de todas las derrotas de aquel año, que de tal modo habían conmocionado al país y que Churchill, con una amplia mirada estratégica, supo ver como los episodios puntuales que realmente eran). Y puede que el político Cripps hubiera sabido adaptarse mejor al paisaje de la segunda mitad de la guerra que Churchill.

Un juego arriesgado

Y es que, bajo la superficie de la inquietud producida por las derrotas militares de 1942, en la crisis de aquel año también subyacían preocupaciones más profundas y todavía inexpresadas en torno a la política general adoptada por Churchill. Se había extendido la sensación de que estaba apostando bajo cuerda a un juego demasiado arriesgado, sensación que, de hecho, estaba mucho más justificada que la transitoria decepción por su gestión militar. Gracias a las victorias de los dos años y medio siguientes, esta sensación se vio nuevamente acallada, aunque no por eso dejó de seguir latente. Finalmente, en julio de 1942, fue repentinamente liberada en la gran explosión que barrió a Churchill de un soplido.

En la gran alianza que Churchill y Hitler concertaron en 1941 por medio de la interacción, casi mística, que marcó su relación de principio a fin, sin lugar a dudas Inglaterra era la parte más pequeña y frágil. La política lógica de este país habría sido actuar como nexo de unión todo el tiempo que fuera necesario, reservar sus propias energías en la medida de lo posible y, cuando llegara el momento, procurar que la inevitable victoria de sus desmesurados aliados no fuera excesivamente completa y que las fuerzas vencidas quedaran más o menos preservadas dentro del juego internacional de equilibrios.

Seguramente, también Churchill se daba cuenta de todo eso. Sin embargo, al mismo tiempo veía una posibilidad distinta y mucho más gloriosa. Creía estar vislumbrando el camino por medio del cual Inglaterra, aun siendo la parte más pequeña, podría dominar y dirigir a la gran coalición. Por así decirlo, Churchill se consideraba capaz de agitar el perro desde la cola. No quería que la victoria quedara incompleta, y aún menos amputarla premeditadamente. No estaba dispuesto a encarnar a la vez a Marlborough y a su rival Bolingbroke, quien, a espaldas del generalísimo de entonces, había concertado con Luis XIV una paz especial tan útil como poco elegante. Actuar así habría sido un atentado contra su naturaleza. Churchill no sólo quería aniquilar a Hitler, sino, de un mismo tirón, dejar a Stalin fuera de combate e involucrar a Roosevelt de tal modo que América ya nunca pudiera volver a separarse de Inglaterra.

Para eso necesitaba que la guerra transcurriera de modo que Rusia quedara físicamente apartada de Europa. Y para eso, la meta de la gran ofensiva angloamericana tenía que ser Europa oriental, y no Europa occidental. El mismo impulso que rompiera el poder de Alemania debía servir para correr un cerrojo de acero entre Rusia y Europa. Pero eso implicaba que la guerra no debía lanzarse desde el Oeste, sino desde el Sur, y no desde la base inglesa, sino desde la norteafricana, y no cruzando el canal, sino el Mediterráneo; no con la trayectoria de ataque París-Colonia-Ruhr, sino Trieste-Viena-Praga, para, desde allí, seguir camino hasta Berlín o tal vez incluso hasta Varsovia.

Si se conseguía, al final de la guerra, la única fuerza militar que habría en Europa sería la unión de los ejércitos de Inglaterra y de América, que dominarían el continente. Rusia no sobrepasaría sus fronteras y Francia no volvería a ser el escenario de ningún combate, resurgiendo intacta y sin mácula, liberada y un poquito avergonzada. Y en la combinación angloamericana, que a partir de entonces le procuraría un nuevo rostro a la Europa liberada y ocupada, Churchill se veía capaz de seguir llevando la batuta.

Una visión deslumbrante

Una visión deslumbrante. Pero ¿cómo convertirla en realidad? ¿Cómo imponer esta estrategia? Churchill nunca pudo exponer abiertamente su meta política; desde luego, no podía hacerlo de ningún modo frente a Rusia, pero tampoco frente a América. Por otra parte, todas las argumentaciones estratégicas desaconsejaban su visión. Naturalmente, emprender el inmenso rodeo por el norte de África en lugar de tomar el camino directo a través de Francia suponía una pérdida de tiempo y un debilitamiento de fuerzas: eso es algo de lo que podía darse cuenta cualquier aprendiz de estrategia militar, y los militares americanos, encabezados por Marshall y Eisenhower, no se cansaron nunca de intentar hacérselo ver a Churchill desesperadamente.

Pero Churchill tenía un as en la manga: América llevaba dos años de retraso con respecto a Inglaterra, tanto en el control de la guerra como en su preparación. Si no quería seguir esperando sin hacer nada hasta que dos o tres años después se viera al fin en situación de dirigir la guerra a su manera -y América siempre ha sido un país impaciente-, entonces no le quedaba más remedio que aceptar de momento la guerra inglesa tal y como estaba, y adherirse a Inglaterra a modo de refuerzo, con unas fuerzas que, aun siendo todavía escasas, iban en aumento. Pero, claro, resulta que Inglaterra ya estaba comprometida... ¡en el norte de África!

Ni Roosevelt ni Stalin tenían el menor interés en apoyar la estrategia sureña de Churchill ni su trasfondo político. Es más, Stalin incluso tenía todo el interés del mundo en frustrarla, e hizo todo lo que estuvo en su mano para ello. Y aun así, en un primer momento, Churchill logró imponerla. Lo consiguió en el verano de 1942, mientras recibía golpes por todas partes y en todos los frentes, y cuando en su propio país empezaba a moverse el suelo bajo sus pies.

El Churchill de 1942 había dejado de ser el hombre del destino. El juego desmesuradamente temerario que emprendió por aquel entonces acabó saliéndole mal, y, sin que él lo supiera, el breve instante de gloria en el que le fue dado escribir unas cuantas líneas de la historia universal había transcurrido ya. Aun así, quien quiera admirar a Churchill en la cima de su fuerza y esplendor personal, hará bien en echarle al menos un vistazo a este Churchill de 1942. Aquel verano parecía tener veinte manos. Defendió el pellejo en el Parlamento, neutralizó a Cripps, planificó campañas con los jefes de su plana mayor, atendió a delegados americanos, voló a Egipto para designar y destituir generales, voló a Washington para implorarle a Roosevelt, voló a Moscú para hacerse valer frente a Stalin. Nunca llegó a parecerse tanto a un bulldog que se niega a soltar su presa y que hunde más profundamente sus colmillos a cada golpe que recibe. Y a finales de año lo consiguió. Por lo pronto, tenía a todo el mundo allí donde él quería: a Hitler y a Stalin peleándose en la Rusia profunda, a Rommel vencido y el Mediterráneo abierto, América marchando junto a Inglaterra en el norte de África. Todo estaba preparado para saltar al otro lado del Mediterráneo al año siguiente. Entretanto, las flotas aéreas empezaban a bombardear Alemania. En el paso de 1942 a 1943, Churchill parecía tener el mundo en sus manos.

Sin embargo, sólo un año más tarde, toda su estrategia, y con ella su política, estaba en ruinas. Churchill había construido sobre la base de que en la guerra resulta casi imposible dar marcha atrás en una opción estratégica: el tren no tiene más remedio que seguir circulando por los raíles que se le han tendido. Mientras comprometía a los americanos en el Mediterráneo con sus acciones, Churchill nunca dejó de aceptarles la invasión por el oeste con sus palabras: sí, está bien, en algún momento, al final de todo... Pero no contó con que fueran a tomarlo al pie de la letra. No había creído posible que los americanos pudieran ser capaces de interrumpir brutalmente la imponente campaña mediterránea a la que él los había conducido y en la que, por lo pronto, les gustara o no, habían metido todo lo que tenían a mano; de dejarla ahí varada como a un torso descabezado, de cambiar el rumbo de toda la operación, asumiendo seis meses de tiempo perdido, y de volver a empezar desde cero siguiendo un enfoque completamente distinto. Pero eso es exactamente lo que hicieron.

Conferencia de Teherán

El perro acabó harto de que lo agitaran desde la cola. A finales de 1943, tras dos años de armamento y de movilización, América había llegado al punto en el que ya podía dirigir su propia guerra y estaba decidida a hacerlo. Ya no dependía de tener que prestar servicios auxiliares a Inglaterra. En la Conferencia de Teherán, a finales de noviembre de 1943, Roosevelt se alió con Stalin contra Churchill. Y a Churchill no le quedó otro remedio que ceder a regañadientes y dejar que echaran a pique toda su obra estratégico-política del año anterior.

En Teherán se decidió todo lo que se llevaría a la práctica en el verano de 1944 y que marcaría la historia de la posguerra europea: la liquidación de la estrategia meridional de Churchill y su sustitución por el desembarco francés. Eso no fue sólo una decisión estratégica, sino también altamente política: implicaba que Rusia no iba a quedar aislada de Europa, sino que Este y Oeste iban a topar justo en el centro del Viejo Continente. La visión churchilliana de una Europa que respondiera a su visión -una Europa conservadora restaurada bajo auspicios angloamericanos- se convirtió así en una utopía. La Europa de posguerra, o bien sería una Europa de izquierdas, democrática y más o menos socialista, o bien quedaría dividida en dos. (...)

Para Churchill, Teherán supuso el punto de inflexión de la guerra, pero también un punto de inflexión en su vida. Su 69º cumpleaños cayó en plena conferencia. Hasta entonces, apenas se le había notado la tremenda tensión física y anímica que exigía la guerra en una fase vital tan tardía. Su rostro seguía siendo un rosado rostro de bebé, por mucho que, ciertamente, adelantara amenazadoramente la barbilla y luciera una expresión de rabia contenida. Su capacidad de trabajo y de concentración, así como su autodominio, su capacidad de decisión y su resistencia seguían rozando lo inaudito. Pero de repente, durante la misma conferencia, fue envejeciendo a ojos vista, hasta el punto de que se podría decir que, hora tras hora, se fue transformando en un anciano: prolijo, falto de concentración, distraído. En las pausas de la conferencia hablaba sombríamente de la guerra futura en la que se estaban metiendo: la guerra con Rusia. 'Y será una guerra aún más terrible que ésta. Pero yo ya no estaré aquí. Estaré durmiendo. Dormiré durante millones de años'. Eso no sonaba como las palabras de un hombre de Estado, sino más bien como las de un visionario: un visionario un poco senil.

Dolencia psicosomática

En el viaje de regreso de Teherán, en Cartago, donde debía entrevistarse con Eisenhower, Churchill cayó víctima de una grave pulmonía, a todas luces una dolencia psicosomática. Durante un par de días estuvo entre la vida y la muerte. Superada la crisis por medio de potentes antibióticos, empezó a organizar enseguida un nuevo entreacto: un desembarco cerca de Roma con el que pretendía poner en movimiento el paralizado frente italiano. ¿Realmente podía darse el caso de que los americanos tuvieran el valor de desmontar este frente justo cuando empezaba a estar de nuevo en plena marcha? Pero el desembarco de Anzio quedó en papel mojado, y a finales del invierno de 1944 regresaba a Londres un Churchill profundamente abatido.

A partir de Teherán se introduce en la conducta de Churchill un rasgo incoherente e imprevisible, una especie de avanzar a salto de mata. Continuaba estando -o volvía a estar- pletórico de energía y lleno de ocurrencias, seguía muy activo y contundente en sus palabras, aún era capaz de tomar grandes decisiones y de realizar grandes acciones. Sólo que ahora las decisiones adquirían un carácter algo repentino, y las acciones, improvisado. Ya no contaban con el apoyo de un gran concepto global porque se lo habían roto. Y, tras este golpe, tampoco como persona siguió siendo plenamente la misma de tres años antes. Sí, sin duda aún era el Churchill de siempre, pero algo descompuesto y desgarrado, más irritable, imprevisible, envejecido y malévolo que antes. (...)

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_