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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Más allá de la lectura

Una casualidad me ha llevado esta semana a pasar un rato en una moderna biblioteca de una universidad de Barcelona. Amigos, parecía otro mundo. Silencio, paz, tranquilidad. No había una plaza libre; lógico: es tiempo de exámenes, pensé. Pero los jóvenes que estaban allí no parecían demasiado angustiados. Todo lo contrario. Perecían leer con placer. Diminutos auriculares en muchas orejas presagiaban la presencia, silenciosa, de la música y, tal vez, de los resultados del Mundial de fútbol. Nadie daba señales de impaciencia, como si aquellos jóvenes dispusieran de todo el tiempo del mundo e ignoraran completamente esa estupidez de nuestra época que consiste en creer que da prestigio la equivocada demostración de que el tiempo da mucho de sí moviéndose constantemente.

Esta biblioteca no sólo era todo lo contrario al mundo exterior, sino que rompía con esa imagen de jóvenes ruidosos, inconscientes, vagos, iletrados e irresponsables que hace las delicias de la nueva ola del conservadurismo porque permite impartir doctrina sobre la decencia universal. ¿Eran una minoría los que leían? Seguramente, pero las minorías también existen más allá del eje del mal, de Rosa de España, de los chicos de Camacho, de los pastilleros y de los datos -del Instituto Nacional de la Juventud tabulados por el sociólogo madrileño Martín Serrano- que aseguran que, desde 1996, la lectura de los jóvenes españoles se ha reducido a la mitad. 'Es normal que tengamos menos tiempo para leer', me dice un joven al que abordo a la entrada de esa biblioteca universitaria, '¿tú sabes la cantidad de cosas que podemos hacer? La opción por la lectura sólo es una más entre muchas aficiones o preferencias'. Otro muchacho añade: 'No todo se aprende en los libros'. También podía haber dicho, con razón, que hay cada vez más libros que no merecen la pena.

Nada de esto es un drama. Cada día que pasa, una nueva realidad se abre paso y el saber contenido en los libros se sitúa entre una maraña de competidores -que sólo compiten por nuestro tiempo y dedicación- entre los que también están aquellos libros que no merecen ser leídos. Los jóvenes saben perfectamente que el problema de verdad, para cualquiera, hoy es seleccionar: decidir en qué se emplea el tiempo cuando se dispone de él.

Como diría Gary Becker, la cuestión está en 'la educación de las preferencias, que son más estables que los comportamientos'. Y sólo elegimos los libros cuando éstos nos aportan dos elementos básicos: cosas que nos gustan y cosas que necesitamos. Este razonamiento se lo escuché hace pocos días, en una reunión internacional convocada por la Fundación Bertelsmann para hablar de cómo atraer a los jóvenes a la lectura, a la norteamericana Susan Kent, directora de la Biblioteca Pública de la ciudad de Los Ángeles. Es obvio, pues, que nadie va a leer nada si los libros, o las bibliotecas, no dan una alternativa a todo lo demás.

En ese encuentro organizado por alemanes para saber cómo ha de ser la biblioteca del futuro se confrontó el 'modelo Singapur', una biblioteca tecno-musical donde los lectores hacen una liga entre sus libros favoritos, con el 'modelo Helisinki', un lugar electrónico que permite toda clase de relaciones hasta con el Estado, el 'modelo Los Ángeles', donde los jóvenes pueden leer y oír música, pero también decidir qué trabajo o estudios elegir, y los modelos convencionales que aún pueblan Europa. Los asiáticos no desdeñan la mercadotecnia, en Los Ángeles se lucha contra el analfabetismo del 20% de la población y la desigualdad de oportunidades, en Helsinki se conjura el aislamiento. Y aquí, las bibliotecas clásicas aún ofrecen ese lujo: paz y silencio. El objetivo es único y común: emplear el tiempo en algo que merezca la pena. Alguien, en Alemania, lo resumió: no se trata de hacer leer a la gente, sino de ayudar a entender. Entender el mundo, la vida.

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