Tiempo de campeones
La memoria se activa, como narró el nostálgico de Combray, gracias a una madaglena anodina, trivial. Una de las más fáciles y masticadas magdalenas de la memoria masculina es el fútbol. Cuando todavía lo político, lo identitario, no había conseguido monopolizar las emociones que el espectáculo fútbolístico despierta, y cuando los negocios que este deporte generaba tenían medida humana, el fútbol era, fundamentalmente, una épica infantil. Una épica de solar polvoriento, de confuso y pobladísimo patio escolar, de rodillas sangrantes, de porterías marcadas con dos piedras, de largos atardeceres de verano que terminaban cuando la pelota se hacía invisible. Aquellos niños nunca fueron tácticamente amaestrados. Nunca vistieron uniformes. Nunca jugaron 11 contra 11. Eran 15, 20, 6 (o simplemente uno cabeceando contra la pared del dormitorio). Algunos, los menos, después de Reyes se presentaban en el patio de la escuela con ostentosas medias de algodón, con mullidas rodilleras, incluso con sofisticados borceguíes de relucientes tacos (inútiles borceguíes: tremendamente resbaladizos en aquellos patios de tierra endurecida en mil batallas). El balón no siempre era de cuero, pero las reglas eran muy volátiles (especialmente la del fuera de juego). Ganaban los de codo, plantillazo y tente tieso. Los de cráneo suicida y puntera feroz. Aunque, de vez en cuando, el milagro del efecto y el regate aparecía en unas piernas frágiles. El mejor pelotero de mi infancia era asmático. Apenas corría, pero el balón milagrosamente llegaba a su pie en el momento decisivo. Entre un caótico montón de contrarios, fintaba con maneras de bailarín sobre un palmo de terreno y, sin despeinarse, disparaba una preciosa parábola. El portero, un chico gordo y pesado, inútilmente, aunque heroico, se lanzaba sobre el polvoriento suelo, protegido sin duda por sus rollizas carnes.
El fútbol era un juego, pero también una versión amable, inocua y ligera de la esquizofrenia. Un desdoblamiento de la personalidad que permitía al niño gordo creerse poseído por el alado Sadurní, portero del Barça; que permitía a nuestro asmático goleador creerse la reencarnación de Cayetano Re, entonces jugador del Español, y que me permitía a mí, el más bruto y atropellado, creerme investido de la soberana elegancia de Marcial, estrella en ciernes después de un soberbio gol en el Bernabéu. La fuerza con que el fútbol abraza a diversas (y ya fondonas) generaciones masculinas se fundamenta en esos partidos en los que la emoción del juego real se fundía con la posesión del ídolo imaginado. Todo lo que vino después, la excitación del adulto que necesita del calentamiento periodístico, las alegrías que la televión una y otra vez subraya, las tristezas, la politización, el simbolismo, los estragos de la decepción, el hastío, todo lo que vino después no es más que un reflejo del instinto que pugna por recuperar un destello, al menos, de la emoción infantil, de la emoción verdadera.
Pienso todo eso viendo, no los partidos del Mundial, sino los partidos de los niños de ahora. Ya no juegan en polvorientas periferias, sino en las llamadas 'escuelas de fútbol': campos reglamentarios, porterías con mallas, entrenadores, vestuarios, duchas, sesiones físicas con o sin balón, largas sesiones tácticas. Los entrenamientos se producen en horas nocturnas, despues de la jornada escolar. Algunas veces he visitado el campo en el que aprende (no sería exacto decir juega) el hijo de un amigo. Su estampa recuerda a la del añorado Koeman. Es menos rubio, pero es mucho más alegre. La alegría le acarrea frecuentes chascos del entrenador e intemperados gritos de los padres que acompañan al equipo. La diversión es peligrosa. A los 11 años, perdió a cinco compañeros: el entrenador consideró que se permitían demasiadas alegrías: no se concentraban, no conseguían situarse al 'nivel óptimo de juego'. El nivel de los chicos, ciertamente, impresiona. Tocan el balón como los mundialistas. Si llega duro, saben domarlo con un gesto técnico que mi asmático compinche nunca pudo soñar. Practican con los ojos cerrados el fuera de juego, el achique de espacios, el repliegue ordenado, el contragolpe letal, la presión en todas las posiciones. En el colegio, los maestros deben colocar a los niños entre mullidos algodones. No puede el maestro exigir correción a sus alumnos, tiene que convencerles a la manera de un respetuoso cómplice. La profesora de mates no debe reñir al que no sabe las tablas, y mucho menos culparlo, sea díscolo o vago. Hay que despertar su deseo de aprender. Por la noche, sobre un terreno inexplicablemente llamado de juego, el entrenador gritará, insultará, humillará al niño a la viril manera de Camacho. Si ganan, no estará satisfecho: 'Han perdido la posición diversas veces y el contrario ha organizado peligrosos contragolpes'. Los niños no pueden disfrutar. No hay tiempo: hay que sudar, sufrir, organizarse, presionar, concentrarse.
Yo no recuerdo nada más libre y épico que los anárquicos partidos de mi infancia y nada me parece más siniestro que este moderno control del juego. Sea fútbol, tenis o baloncesto, el juego se ha convertido en una severa academia. Aparentemente, les estamos dando todo, a los niños: les hemos viciado y sobreprotegido. Pero también les estamos robando la libertad, el instinto, la despreocupación: los únicos tesoros verdaderos de la infancia. Antes, ciertamente, la letra entraba con sangre. Pero nadie discutía el patio, que era libre, como lo eran las tardes callejeras y las largas vacaciones de verano. Desde que los adultos planifican el ocio de los niños, la infancia se bate en retirada. Como pollos de granja, los engordamos para la producción y para el triunfo. Les organizamos campamentos, pero les negamos la aventura. La infancia edulcorada se expande, sí, pero nada queda sin colonizar, sin entrenar. Muere la selva, desaparecen los frondosos bosques del inicio de la vida en los que la felicidad no estaba regulada.
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