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Columna
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Cuando la izquierda quiere ser de centro

Mañana los franceses, olvidado el susto mediático de Le Pen, confirmarán la alternancia en el poder que ha caracterizado sus elecciones legislativas durante los últimos 20 años, pues lo más significativo del doble proceso electoral que acaba de vivir Francia es la persistencia, en quienes votan, de sus tendencias políticas básicas y de los comportamientos electorales que las acompañan, comenzando por la extrema derecha, que reitera los porcentajes que le son habituales desde mediados de los años ochenta: 9,7% en las legislativas de 1986, 12,8% en las de 1993 y 12,5% en estas últimas. Con la diferencia de que, contrariamente a lo que sucedió en 1997, cuando el Frente Nacional consiguió pasar a la segunda vuelta en 132 circunscripciones, en esta ocasión la extrema derecha sólo disputará 37 de las 577 plazas a cubrir y obtendrá como máximo 2 o 3 escaños. El resultado del 16,9% para Le Pen y del 19,7% para el conjunto de la extrema derecha en la primera vuelta de las presidenciales se debió a la potenciación del voto protestatario, propio de este tipo de elecciones, lo que produjo un general toque a rebato de los medios de comunicación, sobre todo norteamericanos, a propósito de la fascistización de Francia. Pero la segunda vuelta de las presidenciales, con una participación del 80% de los inscritos, la abrumadora mayoría contra Le Pen y sobre todo las extraordinarias movilizaciones del Primero de Mayo a favor de la democracia -sólo en París, más de 600.000 personas- volvieron a poner las cosas en su sitio. Francia no era fascista. Ahora bien, ¿cómo explicar que tan amplia participación se redujera a menos del 65% en la primera vuelta de las legislativas? La razón me parece clara. El 5 de mayo los franceses quisieron proclamar su incondicionalidad democrática, y así lo hicieron de forma contundente; pero el domingo pasado se trataba de elegir en función del perfil de cada candidato y de la viabilidad de sus propuestas -coherencia de los contenidos y capacidad para llevarlos a la práctica-, y los votantes galos decidieron que el centro-derecha -a pesar de los escándalos del ministro Donnedieu de Vabres, de los candidatos Tiberi, Balkany y otros, y del propio presidente- les parecía más idóneo que la izquierda. Según muchos analistas, el rechazo al Partido Socialista francés se debe a que no se ha modernizado bastante y tiene que completar su social liberalización. Pero el síndrome Blair a que responde este juicio, incluso olvidando sus desvaríos bushianos -la Armada británica para interceptar inmigrantes y la instalación del Big Brother para detectar terroristas- se empeña en ignorar que su éxito en el Reino Unido se debió a que pudo ocupar el espacio de centro-derecha, dejado en barbecho por el ultraliberalismo de la señora Thachter, por lo que es inexportable a contextos nacionales en los que existe una derecha consistente y bien implantada. Y tal es el caso de Francia. Es más, Jospin ha practicado durante cinco años una exitosa política centrista y su Gobierno ha sido el más eficaz privatizador de las dos últimas décadas, con lo que el actual programa de la UMP se sitúa, en bastantes casos, en estricta continuidad con el de Jospin. Así, en el tema de la seguridad ciudadana, se crea un Ministerio para la Seguridad Interior, recogiendo la idea de Jospin de establecer un Ministerio para la Seguridad Pública. En cuanto a la jubilación, el Gobierno va a lanzar los 'fondos de pensión a la francesa' de acuerdo con las propuestas de capitalización que barajaban los socialistas; la apertura del capital de EDF y de GDF al sector privado, que ya había considerado Jospin, será retomado por el nuevo Gobierno, que además completará la privatización de Air France iniciada por aquél; la reforma del Estado, su recentraje sobre las funciones esenciales y el primado de la productividad introducidos por el Gobierno socialista serán perfeccionados por el de UMP, y así en todas las grandes cuestiones. Para ese viaje social-liberal los franceses, decididos a proseguirlo, han pensado que no hacían falta alforjas socialistas. Y los otros, la izquierda real, parlamentaria y extraparlamentaria, que juntamente con los movimientos sociales representan ya cerca de un tercio de los inscritos, se han quedado en tierra, aparcados en la abstención, el voto blanco y el nulo, a la espera de que alguien les invite al viaje de la transformación del sistema. ¿Quién, cuándo?

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