En el nombre de Auster
Creía que mi padre era Dios reúne 179 relatos escogidos entre los 4.000 que Paul Auster recibió durante el proceso de realización de un programa de la Radio Pública Nacional. La emisión consistía en sugerir a sus oyentes que escribieran 'crónicas desde el frente de la experiencia personal' y luego leer algunas por antena. Para entendernos: algo parecido a lo que, salvando las distancias, hace Juan José Millás en La ventana de la SER. Para definir el invento, Auster, que contribuye a la causa con un prólogo y el orden de los relatos, recurre a la denominación de Proyecto Nacional de Relatos, enriquecida con su envidiable y melancólico sentido de la precisión como 'museo de la realidad estadounidense'.
CREÍA QUE MI PADRE ERA DIOS
Paul Auster Traducción de Cecilia Ceriani Anagrama. Barcelona, 2002 520 páginas. 24 euros
La variedad temática de la muestra es vastísima y entre los autores hay desde un restaurador de pianos hasta un músico, pasando por granjeros o ex militares. En su condición de editor, Auster ha agrupado los relatos en 10 categorías a través de las cuales va configurando un extraño mapa de la literatura amateur con muchos momentos de auténtica emoción envueltos en una simplicidad formal que se agradece y que, en parte, se alimenta de la complicidad que se establece entre el ideólogo consagrado, alma del proyecto, y sus entusiastas y espontáneos colaboradores. La muerte, el pasado, la familia, la guerra, el dolor y el amor en todas sus formas son temas recurrentes, casi siempre autobiográficos y escritos en una primera persona que, por lógica, ni ofende ni se nota. El mérito del experimento radica en la acumulación, ya que, a medida que avanzas en la lectura, cada aportación, por desigual que sea, enriquece el conjunto del libro. Es como si, con el señuelo de una brevedad que permite a muchos atreverse a vencer sus reservas, Auster hubiera logrado reunir voces aparentemente incompatibles para interpretar un cántico tremendamente armónico, un himno a la cotidianidad del siglo XX en Estados Unidos y a la condición humana de los que tuvieron la suerte o la desgracia de vivirlo.
En plena inflación de talle
res que mecanizan la experiencia literaria, Creía que mi padre era Dios confirma que para ponerse a escribir, nada mejor que tener algo que contar y hacerlo sin aspavientos. Algunas de las primeras frases de los relatos reunidos, que mantienen cierto parentesco moral con la obra de Auster, nos enseñan más sobre los mecanismos literarios que muchos tratados sobre esta vulnerable vocación. Tres ejemplos de arranques eficaces: a) 'Lo que más deseábamos todos los chicos en Alemania durante la década de 1930 era tener una bicicleta'. b) 'Estaba guardando la ropa limpia cuando tuve la sensación de que mi marido había muerto'. c) 'Mis padres tenían unas ideas muy estrictas en lo referente al botón del cuello de una camisa'. O la frase con la que se inicia uno de los radio-relatos más elegantes de este libro-programa, titulado Martini filosófico: 'No existe mejor martini en todo el Estado de Washington que el que sirven en el bar del antiguo Hotel Roosevelt de Seattle'. Que lo disfruten.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.