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¡A la huelga general!

Este grito, esta consigna, parece cosa de otro siglo, de cuando el capital dependía del trabajo, y el Estado, del orden público. Convocar a una Huelga General, así, con mayúsculas, era el clarinazo más movilizador y, al mismo tiempo, el eco anticipado de las trompetas del Juicio Final sobre un sistema económico y político que tendría sus días contados si las masas trabajadoras dejaban de trabajar, si cesaban de colaborar con sus explotadores, si demostraban que sin ellas el sistema se hundiría, ya que sólo ellas, con su resignada labor, eran la causa de que se mantuviera.

Esta ingenua creencia del sindicalismo revolucionario pronto se reveló como un culto primitivo al poder redentor de la clase oprimida, trasunto de un mito cristiano que el fascistoide Sorel vio en clave de fábula, pero que en su más auténtica significación es todo un símbolo que todavía conserva su sentido de protesta cívica, política y democrática en la tradición de lucha proletaria.

Cuando se escriba con detalle la historia del combate por la democracia que llevaron a cabo los trabajadores españoles durante el franquismo y, muy especialmente,durante su última etapa, sabrán todos que los antiguos sindicatos CNT y UGT, más las organizaciones católicas obreras (HOAC y JOC), los nuevos grupos de Comisiones Obreras y de USO, fundieron, gracias a la peculiar situación de dictadura y represión política, las urgentes reivindicaciones laborales y económicas con la conquista, lenta y sacrificada, de las libertades públicas y los derechos humanos fundamentales. Con razón, el régimen calificó todas las huelgas sectoriales, locales y parciales, desde la más pequeña empresa hasta el ancho territorio de un convenio colectivo, de huelgas políticas.

Traída o empujada la democracia a nuestro Estado por aquel combate laborioso, al que se sumaron la Iglesia de base y los estudiantes universitarios, los remisos empresarios, ante un cambio político que les obligaba a pactar con una clase obrera que habían mantenido sujeta gracias a la dictadura, encontraron pronto un arma sustitutoria que les defendiera, aprovechando la crisis económica imperante. Si los sindicatos exigían la justicia social que le era debida a la población trabajadora y no sólo obrera, el edificio de la economía se hundiría sobre sus cabezas, como al furioso Sansón le llevó al suicidio derrumbar con sus potentes brazos las columnas del templo. Los sindicatos comprendieron la advertencia bíblica, se resignaron ante aquella fuerza mayor y perdieron, claro está, miles de afiliados. Unos desesperaron en solitario y otros formaron grupos independientes pero débiles, convertidos a veces en minorías activas pero irresponsables, que dificultaban acuerdos relativamente ventajosos para los más. Tal disgregación, más las rivalidades de los dos grandes sindicatos, auguraba una pérdida de poder sindical muy ventajosa para el sistema.

Aquel 14 de diciembre en el que Nicolás Redondo padre plantó cara al Gobierno de su compañero Felipe con la primera huelga general en democracia, los socialistas vieron en ella una traición incomprensible porque no entendían que sus bases laborales reclamaran una parte justa del modesto pastel de riqueza creada por una política más acorde con las necesidades económicas del país. En ese momento se vio el límite objetivo de la socialdemocracia: gestionar lo mejor posible un sistema indiscutido de creación constante de desigualdades injustas en las que nunca existirá la proclamada igualdad de oportunidades. Aquella huelga general volvió a expresar, por tanto, el mito simbólico de la protesta política. Era general, no por su ámbito, su cantidad y su éxito, sino por su finalidad, su calidad y su fracaso histórico.

He dicho fracaso histórico porque todo siguió igual, ya que el sistema no cedió a la protesta. No podía ceder el sistema económico sin dejar de ser él. Y no tenía, en realidad, por qué ceder, a la vista de la impotencia radical de sus protagonistas.

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El capital ya no dependía del trabajo ni el Estado democrático carecía de la más moderna eficacia de medios materiales y de comunicación para mantener el orden público y ofrecer a la población afectada por la huelga un amable cartel de 'perdonen las molestias'.

En estos días vivimos la preparación de otra gran huelga general. La reacción bienpensante ha sido la de siempre. Los argumentos descalificadores, los mismos. Los medios de comunicación del poder y sus protegidos la condenan por injustificada, antieconómica e incluso inmoral. Por su parte, el Gobierno ha mostrado su mentalidad paleofranquista acusando a los sindicatos de perjudicar a la nación y a los rojos socialistas de destructores del poder legítimo de la mayoría absoluta del PP. Para revivir el pasado del todo, un jefe megalómano afirma que la huelga se organiza contra su imagen intachable, a punto de pasar a la historia sin mácula, y hace suya aquella terrible frase del testamento de Franco: 'No he tenido más enemigos que los enemigos de España'.

Exactamente, pues, la reacción conservadora ante la próxima huelga confirma por qué ésta será general. Lo será porque es la respuesta no sólo a una arbitrariedad descarada que perjudica a los más perjudicados y beneficia las arcas del Gobierno y de algunos de sus protegidos, sino al proceso constante y creciente de deterioro del interés público a favor de ciertos privados. Lo será porque es una pura e indignada protesta contra la prepotencia política, el ordeno y mando y la corrupción. Claro que esta huelga es política. Si no, no sería general en ámbito y calidad. No se defiende únicamente un interés económico, legítimo pero parcial. Es el interés general del país lo que se defiende frente a quien lo suele citar hipócritamente para vulnerarlo mejor.

Pasaron los siglos en que con una huelga como ésta se creía acabar con la injusticia y la explotación, protegidas por el Estado burgués. Pasó aquella posibilidad utópica. E igual que en el franquismo, su convocatoria cumple hoy al mismo tiempo con el proyecto de reconquistar de nuevo un régimen de verdadera democracia frente a la caricatura tragicómica que la enmascara.

J. A.González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional de la UB

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