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Columna
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París: capital de las artes, 1900-1968 (II)

Antes de seguir adelante con los comentarios, más o menos pormenorizados, sobre una parte de las 250 obras que forman la exposición París: capital de las artes, 1900-1968, conviene advertir un par de detalles sobre cómo se ha montado. Si bien su puesta en escena sigue un orden cronológico -sea por tendencias o por las fechas en que están firmadas las obras- en ocasiones se ha optado por juntar obras según su afinidad temática. Esa alternancia sirve para dotar a la muestra de una indudable amenidad.

Tenemos el ejemplo de Giacometti. Una de sus esculturas -de filiforme materialidad medio quemada y macerada, fechada en 1960-, se halla rodeada de pinturas gestuales, en tanto que otra de 1932, hermosísima por la preponderancia de los límites, aparece junto a algunos surrealistas. En el tema de desnudos femeninos destacan los de Modigliani, Dufy, Gromaire y Bonnard, en pintura, y en escultura, un potente bronce de Maillol, dos espléndidas en madera de Zadkine y otro bronce en relieve de Matisse de 1929. Algo decepcionantes resultan los desnudos que firman Derain, Braque y Picabia, además de las dos blandengues aportaciones de Foujita.

Al hablar de escultura entramos en un mundo de esplendorosas credenciales tanto de Brancusi, con dos atrayentes e impresionantes bronces pulidos, como de Julio González, a través de dos esculturas soberbias, fechadas en 1930 y 1937, sin dejar de mencionar las que aportan los hermanos Gabo y Pesvner, empeñados en la creación de estructuras que fueran una imagen vital de espacio y tiempo.

En el apartado del retrato, destacan tres sugestivos óleos de De Chirico (1913), Picasso (1923), Lempicka (1925) y un bronce de Lipchitz (1920).

Parece injustificado el gran número de obras de Jean Foutrier, cinco óleos y tres bronces, en comparación con una sola de Kandinsky, el primer artista en proclamar la universalidad histórica de la abstracción. Otro artista, igualmente iniciador de la creación de lo abstracto por una segunda vía, es el neoplasticista Piet Mondrian. Dos obras suyas, fechadas en 1921 y 1935, le proclaman como grande del arte del siglo XX. Esas obras están rodeadas de un mundo afín con las firmas de Van Doesburg y Vantongerloo; otras, excesivamente miméticas a las de Mondrian, llevan las firmas de Domela y Moos. Cercanas a esa corriente vemos dos excelentes obras de Le Corbusier, y una de Ozenfant, que podía llevar la firma del propio Le Corbusier, dada su buena calidad.

Si damos un salto en el tiempo, entramos en el flujo hereditario de Kandinsky. Destaca una singular obra de Nicolas de Staël. Y están cabalmente representados Manessier, Bazaine, Estève, Hartung y Van Velde. Enseñan buenas obras, mas sin llegar a lo más alto de sí mismos, Appel, Asger Jorn y Alechinsky.

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Respecto a la corriente derivada de Mondrian, resulta escaso el número de obras de Vasarely, dada su importancia como creador del op art (arte óptico) y semejanzas. Acreditadísima es la aportación del Equipo 57 y estupendamente representados quedan Mortensen y Herbin. La obra de Agam, con sus visiones desde posiciones cambiantes, es muy buena, como también lo son las de los cinéticos Le Parc y Sobrino, aunque echamos en falta al hijo de Vasarely, Jean Pierre Yvaral, junto a Hugo Demarco y García-Rossi miembros todos ellos del grupo Recherche d'Art Visuel. Si está representado Soto, podía haber estado, y no está, su compatriota Cruz-Díez con alguna de sus fisiocromías.

A través de un montaje caótico y atrabiliario, las obras del último tramo de la exposición no pasan del aprobado si se las compara con las de sus coetáneos artistas norteamericanos Rauschenberg, Johns, Warhol y Oldenburg, entre otros.

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