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Columna
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Agnosticismo

Ocupamos, habitualmente, el mismo extremo de la barra, a la hora del aperitivo mañanero, salvo que gente desconocida y fumadora prolongue el tardío café del desayuno o la heterodoxa coca-cola usurpando nuestros taburetes. La charla es intrascendente y espaciada, porque no confundimos el lugar con un paraninfo. Para tocar temas profundos hay que madrugar y pillar desprevenido al barman. Noté que mi amigo, inquieto y meditabundo, había roto su ritmo y bebía desordenadamente de la generosa copa de vino riojano. Quiero decir que, por razones hepáticas y económicas, hacemos durar el trago tanto tiempo como el que a este menester debemos dedicar, ni un minuto, ni un sorbo de más.

Percibo un declive en el ritmo de las conversaciones, debido a que la mayoría disponemos de las similares fuentes de información proporcionadas por la radio, la televisión y la prensa. Para justificar el pasto matinal impreso recurre, como mucha gente, al argumento de que el diario que entra en su domicilio ya lo hacía en tiempos de su abuelo. Y, además, fuera de toda discusión, dispone de un por ahora imbatido espacio necrológico, hacia las últimas páginas, que indica los números de teléfono que hemos de tachar en la agenda personal. Por su edad, que se acerca a la mía, alimenta escasas ilusiones y no podría imaginarle con una bufanda morada dando saltos y gritos en torno a la Cibeles, aparte de que sospecho de sus preferencias hacia los triunfos y sinsabores atléticos. Hace tiempo que apenas discutimos, por falta de criterios que merezcan la pena defender, lo que conduce al dogmatismo pasivo.

No es que languideciera la charla, sino que apenas habíamos cambiado un gutural sonido de saludo. Hay que esperar a las confidencias, que rara vez se producen. 'Es curioso -dijo al cabo de un buen rato- verificar cómo los acontecimientos van desnudándonos de opiniones y creencias'. Me sorprendió que retuviera alguna de ambas cosas y mantuve la expectativa. Contrariando la naturaleza reservada de nuestra vieja amistad, me hizo partícipe de las desilusiones que había experimentado recientemente. Aficionado a los toros, al fútbol y al tenis, inaccesibles espectáculos para nuestra magra economía de jubilados, había decidido, en pleno San Isidro y con vistas a los Mundiales de fútbol, suscribirse a una o ambas de las cadenas que exhiben esos espectáculos. Unos sobrinos facilitaron los teléfonos donde recabar la información precisa. 'Me los sé de memoria, porque estuve marcándolos, alternativamente, durante toda una tarde y la mañana siguiente. Comunicaban o nadie los atendía'. 'Quizás estuvieran ocupados', repuse. '¿Toda la tarde, toda la mañana? Por si hubiera sido error mío, busqué en la guía telefónica, donde sólo viene un número, uno solo, a nombre de una de esas poderosas organizaciones. Y, antes de rendirme, los comprobé en información. No existían otros, algo increíble'. 'Pero, hombre, en casi todas las esquinas hay establecimientos que se dedican a eso. Quizá sea una función delegada por las empresas; la alta tecnología digital no desciende al mercadeo de las suscripciones'.

Me miró con cierta contenida indignación: '¿Piensas que soy imbécil? Pregunté en un par de tiendas próximas y todo eran pegas. Encaminé los pasos hacia los mayores almacenes de Madrid, pero, sorprendentemente, la señorita que me atendió no hizo sino repetir lo mismo. Que rellenara un impreso y esperase a que el técnico procediera a la instalación'. Le aduje que parecía lo normal. 'No, señor, porque pregunté cuándo, aproximadamente, pues si no estoy en casa nadie iba a recibirle. La respuesta fue desabrida: 'Y yo qué sé. Cuando le toque en la ruta que lleve'. No era contestación adecuada, creo'. Sin duda no había tenido suerte con la dependienta, fue mi íntima impresión. Apuró otro trago y manifestó su pesadumbre por aquel desencanto, que encubría alguna otra experiencia no desvelada. '¿Es que ya no vamos a creer ni en El Corte Inglés? Imagino que se trata de la falta de competencia'. Aquello me escandalizó un poco porque sacude los cimientos más sólidos de nuestras convicciones. 'Mira -le dije recurriendo a la verdad-, fui muy amigo de Ramón Areces. Incluso éramos contraparientes y recuerdo con nitidez su repetido aserto de interesarle sobremanera la existencia de Galerías, porque la base del éxito estaba, precisamente, en la emulación por la calidad y el mejor servicio'. Con profundo agnosticismo, mi amigo masculló: 'Eso era antes, quizá'.

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