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Columna
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Insectos

La pregunta que se hacen en estos tiempos de desorientación general quienes desempeñan una actividad más o menos intelectual, más o menos pública, es si ésta debe proponer una ideología -la propia- o acomodarse a la demanda de aquellos a quienes va dirigida. El director de periódico duda entre recoger, por cutres que sean, los temas que interesan a la gente y garantizar así la venta de periódicos o tratar de interesarla con otros asuntos a riesgo de vender bastante menos. El novelista no sabe si ensayar otros caminos, aunque sus propuestas narrativas no tengan muchos lectores, o componer ese tipo de novela más convencional que todos agradecemos en verano. El político se debate entre elaborar un programa basado en sus convicciones ideológicas, aunque sean poco comerciales, y diseñar un menú político a gusto del consumidor.

Está visto que proponer una ideología sin tener en cuenta las tendencias de voto conduce hoy por hoy al fracaso. La principal crítica a los partidos de izquierda es que han perdido el contacto con la realidad y que no dan soluciones a los problemas de los ciudadanos. Por el contrario, la derecha, extrema o moderada, ha identificado las preocupaciones del cliente, y ha sabido ofrecerle soluciones simples en cómodos plazos. La derecha, más familiarizada con la mercadotecnia, hace tiempo que optó por los programas electorales a la carta, dando cauce legal a los instintos más miserables de las clases medias. La antigua y la nueva Ley de Extranjería, la reforma del INEM o la destrucción de la Enseñanza Pública son algunos productos de esta factoría.

Los partidos de izquierda, de los que uno esperaría ingenuamente una mayor resistencia a esta política de insectos, sucumben poco a poco al discreto encanto del populismo. Esas encuestas, por ejemplo, que están encargando ahora los partidos socialistas de algunas corporaciones municipales como la de Almería para saber el grado de aceptación que tienen sus diferentes manufacturas (llamadas también candidatos) no son sino burdos estudios de mercado. La izquierda abandona con naturalidad sus viejos afanes de transformar el mundo y acepta cada vez con menos contradicciones que sea el mundo quien la transforme a ella.

Situémonos ahora en Almería. Miércoles 5 de junio de 2002. Los fuertes vientos han obligado a aplazar por tercera vez el concierto de Operación Triunfo. Sólo la prohibición de las tapas produciría en los ciudadanos una indignación semejante. La gente no habla de otra cosa y el asunto ocupa las primeras páginas de la prensa local. Al día siguiente el vendaval es más intenso y el concierto se suspende definitivamente. Los jóvenes (¿quién ha dicho que están aletargados?) se echan a la calle espontáneamente para defender sus derechos.

Ante este alarmante indicio de degradación social, un político puede resignarse a perder votos recordándole a la gente que hay una jerarquía de valores y una importancia de las cosas. O puede, como Rafael Hernando, apretar el grano y succionar con los ojos inyectados en sangre la purulencia social para obtener, adulándola, un puñadito de votos malolientes.

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