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Mundial 2002 | El partido de España
Columna
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El problema de España

Javier Cercas

Conozco dos tipos de aficionados al fútbol. El primero sería capaz de vender a su madre a una caravana de tuaregs a cambio de la victoria de su equipo. Se trata de un individuo a menudo perfectamente normal, incluso cuando habla de fútbol, pero que, en cuanto el balón empieza a rodar, se transforma en un descerebrado soez y desagradabilísimo, o en un fanático sin apelación. Es, además, un peligroso pervertido: por supuesto, disfruta como un loco con las victorias de su equipo; pero quién sabe si, secretamente, disfruta todavía más de sus derrotas, que le permiten sumergirse en el pozo pestilente de la autocompasión o imaginarse como un héroe de tragedia luchando contra el fatum. Por lo demás, y contra lo que se cree, este tipo de hincha es un individualista feroz, cuya fe no hace más que afirmarse en la adversidad: si es del Barça, le encantaría vivir en Madrid para seguir siendo del Barça, y, si es del Madrid, le encantaría vivir en Barcelona para seguir siendo del Madrid. El orgullo masoquista y pendenciero de este tipo de hincha es indudable: ¿cómo si no se explican ustedes que en los dos últimos años de infierno en la Segunda División el Atlético de Madrid haya aumentado de forma escandalosa su número de socios?

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El segundo tipo de hincha es distinto. Se trata de un individuo eminentemente gregario, que ignora cualquier noción de orgullo o de dignidad: si es del Barça y se va a vivir a Madrid, más pronto que tarde acaba haciéndose del Madrid; si es del Madrid y se va a vivir a Barcelona, más pronto que tarde acaba haciéndose del Barça. Carece por completo de la ambición heroica del resistente o de vocación masoquista y, en consecuencia, no está dispuesto a realizar el menor sacrificio por su equipo; es más: en cuanto se le exige un sacrificio -en cuanto su equipo pierde dos partidos consecutivos- ya está pensando en abandonar el barco abriéndose paso a codazos entre las mujeres y los niños. Le gusta el fútbol, pero lo que sobre todo le gusta es divertirse, y por eso, tanto o más que del fútbol, disfruta del circo alucinante que rodea al fútbol, y sobre todo de esas farras que se montan en casa de los amigos, con gritos y cervezas y abrazos entre lágrimas al final del partido. Se trata, en suma, del hincha hedónico, o del hincha tolerante: un oxímoron perfecto. Algún alma cándida pensará que éste es el mejor hincha, el hincha ideal; se equivoca: es el peor. Gorgias dice que, en la literatura, quien se deja engañar es mucho más inteligente que quien no se deja engañar; lo mismo ocurre en el fútbol: el intolerante es mucho más inteligente que el tolerante, porque, como el lector inteligente de Gorgias, obtiene más placer. Todo el mundo conoce a hinchas del primer tipo; no así a los del segundo, pero, como ya va siendo hora de que salgan del armario, reconoceré que cada mañana me encuentro con uno de ellos al afeitarme.

Lo anterior vale (o al menos vale en España) para los hinchas de club; no para los de la selección española. De hecho, y salvo Camacho y Antonio Resines, no conozco a nadie medianamente sensato que sea hincha de la selección española. Si una brusca epidemia de legionela atacara a todos los equipos que participan en este Mundial, salvo a España y Arabia Saudí, y acabáramos ganando el campeonato por goleada, sospecho que incluso los más recalcitrantes -aquellos que por un esnobismo imposible van con equipos integrados por jugadores cuyos nombres les son tan familiares como los de los luchadores de sumo- celebrarían el triunfo del equipo, un poco a la manera en que, el día en que ganó el Madrid la Copa de Europa, las calles de mi ciudad -tradicional reducto inexpugnable del barcelonismo- se llenaron de enfervorecidos aficionados del Madrid. No hay hinchas de la selección: la gente se hace hincha de la selección. O dicho de otro modo: cuando se trata de la selección, todo el mundo es un falso hincha. Quién nos lo iba a decir: el problema de España es que somos demasiado tolerantes. Si Camacho se entera.

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