Rivaldo contamina el paraíso
El engaño del brasileño, por insignificante que parezca, provoca un rechazo generalizado en Corea y Japón, donde el fútbol todavía se concibe como un territorio virgen de miserias
Una peculiaridad de este Mundial es que se juega en un territorio incontaminado por muchos de los peligros que acechan al fútbol. Puede sonar extraño a los oídos de un europeo o un suramericano, pero aún hay lugares donde el juego parece preservar una pureza ingenua, probablemente porque son países nacientes a un fenómeno que es parte sustancial de nuestra cultura desde hace un siglo. Resulta sencillo aceptar el deterioro de las cosas cuando se convive con ellas. A veces ni se percibe el manoseo porque la tolerancia con el cinismo nos vuelve poco escrupulosos. Con todo el vigor que pueda tener el fútbol como espectáculo, su estado ha sufrido una degradación en casi todos los órdenes. Es parte de la perversión aceptar el largo capítulo de miserias que lo invade. Como si nada pudiera escapar a este tolerado hedor, se ha enfangado de arriba abajo. Arriba, la FIFA se desacredita con la quiebra de su asociada empresa ISL o con el borroso caso Blatter. Desde ahí, desde la cima, se desciende por una pendiente deshonesta. Es el tiempo bizantino de la codicia, de las comisiones, del robo manifiesto, de la preponderancia de los intereses ajenos al fútbol, de los excesos que han generado una elefantiasis en los salarios o el calendario, como si este invento pudiera resistir todos los castigos.
En este clima inmoral, la Copa del Mundo experimenta una especie de retorno al paraíso. Puede que se vea a Corea del Sur y Japón como dos países advenedizos, alimentados por una cultura futbolística artificial, meros artefactos comerciales de un negocio que necesita nuevos mercados. Cualquiera que sea el prejuicio, no impide destacar aspectos que aquí aún están preservados: la pasión inocente de los aficionados, su asombro ante las posibilidades creativas del fútbol, su genuino clima festivo, el desinterés por lo torvo que tantas veces acompaña al juego, la relajada sensación de que un partido no convoca a la violencia. Todo eso es un patrimonio maravilloso del que aún se puede disfrutar en Corea y Japón. Sólo por ello produce vergüenza cualquier exportación de los peores defectos del fútbol a este territorio feliz.
La penosa bufonada de Rivaldo pertenece a la categoría de lo que lamentablemente se digiere en nuestro fútbol y, sin embargo, resulta indecente en un ámbito de moralidad. Sin saberlo, su engaño no se circunscribe a una simulación, por fea e intolerable que parezca. El caso alcanza el valor de la metáfora: el engaño de Rivaldo, por insignificante que parezca, representa lo que tiene de odioso el fútbol que nos hemos acostumbrado a consumir. En otro Mundial, en los países de la vieja cultura del juego, sólo habría afectado a la responsabilidad moral de Rivaldo. Aquí supone eso y mucho más: es el grosero intento de contaminar un territorio virgen de miserias. De ahí, el abrumador rechazo que ha merecido su acción. Es el rechazo al que pretende quebrar algo parecido a la amable naturaleza del fútbol, que es como afortunadamente se siente en estas latitudes.
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