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Columna
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El fuego

Mientras ardía en el crematorio el cuerpo del pintor Onésimo Anciones recordé sus noches de gloria durante la agonía de Franco en el Pardo, cuando algunas emisoras extranjeras habían instalado junto a las tapias del palacio sus antenas para seguir de cerca los estertores del dictador. Anciones, que siempre tuvo la vocación de pintor disputada con la de periodista, se había convertido en el portavoz oficial de Radio Europa Uno y suministraba toda clase de rumores a los colegas y curiosos que en las veladas de aquel noviembre de 1975 acudían al Pardo en peregrinación a bautizarse de demócratas y cuyo rito consistía en pedir un conejo con tomate o un chuletón de corzo y devorarlos sin soltar ninguna carcajada, aunque el fingido duelo creaba un auténtico jolgorio en los restaurantes de alrededor. Franco se negaba a entregar la cuchara al Altísimo. Mientras el cuerpo de mi amigo ardía en el crematorio, lo imaginé de pie en el estribo del carromato de la emisora bajo la niebla, dando una conferencia de prensa con la voz rota: 'En este momento a Franco lo están operando en las caballerizas del palacio a la luz de unos faros de camión. El médico le ha tenido que dar una puñalada de urgencia en el vientre con un cuchillo de cocina y la sangre ha saltado hasta el techo. Acabo de dar esta noticia al mundo'. Fue uno de los momentos estelares de su vida. Anciones tenía siempre la voz ronca fomentada por muchas madrugadas, porque aquellas noches del diario Madrid, de la revista Hermano Lobo y de la agonía del franquismo emitían tres sonidos peculiares, el tañido de sirenas policíacas, el estruendo del camión de la basura y el vozarrón de este bohemio que se apoderaba de la oscuridad al salir de cualquier taberna. Algunas veces le acompañé en su regreso a Itaca en los tiempos felices. Anciones te cogía del brazo, ponía su rostro pegado a tu nariz, soltaba una gracia, luego se separaba, daba un desplante, te volvía a agarrar del brazo y te metía en otra taberna y así hasta que amanecía y entonces de camino a casa saludaba a cuatro porteros, se paraba a hablar con el viejo de la carbonería, jugaba una partida de tute con unos albañiles, en el estudio pintaba un magnífico bodegón y se lo comía, por la tarde confeccionaba cualquier periódico, pero su reino volvía a ser la noche y en ella se adentraba otra vez como un predicador anarquista por las tascas. Así lo recordé mientras asistía a su último fuego. Han pasado los tiempos de gloria: están ardiendo ya los amigos.

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