Estrategia triunfal
El que la gala final de Operación Triunfo y su reciente apéndice eurovisivo fueran seguidos por casi 13 millones de telespectadores, es decir, por uno de cada tres españoles, corta de raíz cualquier tentación de tomarse el asunto a la ligera o de limitarse a la frivolidad a la hora de analizar o cuando menos comentar el fenómeno. ¿De qué hablamos cuando hablamos de Operación Triunfo?, me pregunto, pues, en serio. Y también ¿quién controla la operación? y, consecuentemente, ¿en qué consiste el triunfo?
Hablamos desde luego de un mecano de muchas piezas, concienzudamente articuladas. Un híbrido entre Fama y My fair lady, cuya mejor coartada es el contraste, la comparación con el cutrerío infame de otras basuras televisadas. En fin, que Operación Triunfo podía haber sido peor, mucho peor, y eso a mucha gente le consuela. Estos chicos por lo menos hacen algo, esperan algo, comparten algo, y así.
A mí esa operación me da miedo. Su visibilidad, su omnipresencia, sus resultados comerciales, las sustituciones que consigue en los hábitos y en la estética de los jóvenes; su capacidad para convertir el más residual de los festivales musicales, que era carne de momia, en el acontecimiento mediático más esperado, seguido y coleteado del año, me asustan. No sólo por ser ejemplo, transparente y rotundo, de cómo funciona la manipulación, el lavado de cerebro, la programación de voluntades; de cómo se marionetiza al personal por obra y gracia de los medios de comunicación masiva, sino, y sobre todo, por la docilidad con que nuestra sociedad recibe ya esos evidentes adoctrinamientos. Sin resistencia, alegremente, con entusiasmo incluso, dejamos que se agrupen los niños y los jóvenes en torno al flautista de turno, y luego le sigan. Hasta donde quiera llevarles.
¿A dónde se los lleva? Pues, está claro. A la uniformidad. Sorprende la identidad de estos jóvenes operados y operativos. Son idénticos, univitelinos, se mueven juntos, y hasta hablan en primera persona del plural. Aspiran a lo mismo. A que alguien, después de unos pocos meses de formación profesional, les mande en cohete a la luna, o la cima del hit parade o del share que viene a ser lo mismo.
Además de la pesca europea, esta semana hemos seguido hablando de consultas populares en Euskadi, de la pregunta autodeterminadora. Y puestos a consultarse, me pregunto, qué sentido tiene discutir sobre las diferencias, qué lugar van a tener, dentro de nada, los matices identitarios si los jóvenes de todas partes caminan sin rechistar hacia la misma meta, un limbo clónico de esquema pokemon, estética spice girl, esquelético vocabulario rap, empanada alimenticia y mente convertida en receptáculo para cds, para ruedas de molino, compactas, manejables y brillantes, pregrabadas por otros.
Y Operación Triunfo me asusta fundamentalmente por eso. Porque es idéntica también al esquema más burdo del sueño americanizado: cualquiera puede llegar a lo más alto. Cualquiera puede ser el elegido. Esa es la operación: elegir; incluir y excluir -los descartados del programa fueron casi diez mil-, y sobre todo contagiar el convencimiento de que lo que hay que hacer es luchar por una de esas plazas contadas y no contra los mecanismos de la exclusión.
Esa es la ley del embudo del sueño americano que representa Bush. También hemos hablado de él esta semana, como casi todas, porque ha venido a Europa a pedir más ayuda contra el terrorismo; esa ayuda incondicional del conmigo o contra mí, para una estrategia que es también de dos bandos: los elegidos y los descartados, una vez más. Pero el menú de Bush para luchar contra la inseguridad nunca incluye la factura. De la factura, del precio en derechos, libertades, dignidad, justicia, ha intentado hablar Amnistía Internacional en su último informe, lo que pasa es que la música estaba puesta a tope, Europe is living a celebration, y casi no se le ha oído. ¿Qué operación y qué triunfo, entonces? En serio.
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