Juzgar no es agradar
La potestad jurisdiccional atribuida a juzgados y tribunales no está concebida en el Estado democrático para satisfacer opciones políticas o sociales por legítimas que éstas sean. La justicia emana del pueblo y es administrada por los jueces y magistrados, que han de ser independientes, inamovibles y sometidos únicamente al imperio de la ley. Y la primera ley es la Constitución seguida por la ley del Parlamento y el resto del ordenamiento jurídico. Ésta es la única sujeción con la que se encuentra el juez en el ejercicio de su función jurisdiccional, que comprende la libertad jurídica de interpretar la ley aplicable al caso sin perjuicio, claro está, de que su decisión pueda ser revisada a través del sistema legal de recursos. En el ejercicio libre de esta función se cifra el principio de la independencia judicial. En este sentido, las críticas que desde diversas instancias, incluidas las procedentes del Gobierno, ha recibido estos días el auto de la sala del Tribunal Supremo que archivó el caso Otegi obliga a una reflexión sobre el alcance de este principio constitucional de funcionamiento del Poder Judicial.
Libertad jurisdiccional, rechazo a las injerencias externas y exclusividad en la función de juzgar son las notas esenciales de la independencia judicial. La cual no significa que el Poder Judicial sea una instancia al margen del Estado, sino que es una parte integrante del mismo para garantizar la aplicación de la ley legitimada por la soberanía popular. Ni tampoco que sus resoluciones puedan quedar al margen del escrutinio público. El principio de publicidad como regla general de funcionamiento de la justicia que impide la arbitrariedad, avala también la necesidad de que las resoluciones judiciales puedan ser objeto de crítica. Que, como recuerda el Tribunal de Estrasburgo en su jurisprudencia sobre la censura pública a las instituciones (Caso Lingens, 1986), y que el Tribunal Constitucional asumió en su temprana STC 62/82 (FJ 5) 'no sólo comprende las informaciones consideradas como inofensivas (...), o que se acojan favorablemente, sino también aquellas que puedan inquietar al Estado (...), pues así resulta del pluralismo, la tolerancia (...) sin los cuales no existe una sociedad democrática'. Es evidente, sin embargo, que tanto las expresiones como las informaciones sobre la actuación de los órganos judiciales realizadas por medios de comunicación no pueden hacer abstracción de los derechos de la personalidad (honor, intimidad, etcétera) que asisten al juez, del respeto a la presunción de inocencia de los imputados ni del deber de diligencia en obtener una información, que evite los llamados juicios paralelos.
Pero cuando la crítica procede de otros órganos del Estado la situación es distinta, porque todos ellos están investidos de la potestad de imperium en defensa del interés público de acuerdo con la división de poderes establecida por la Constitución. Las reglas de juego son otras. Pues si bien no impiden la valoración de las resoluciones judiciales, las cautelas y, por tanto, los límites han de ser mayores especialmente cuando la crítica procede del Poder Ejecutivo que, como es el caso, ha discrepado de lo que a la postre ha sido una interpretación del Tribunal Supremo sobre el alcance territorial de la ley penal respecto de un tipo delictivo relativo al terrorismo. La razón fundamental es que puede peligrar el principio de independencia judicial, que es una de las señas de identidad del Estado democrático.
Este principio atribuye al juez la potestad para interpretar la ley de acuerdo con la Constitución, tamizada por la posibilidad de una revisión judicial posterior. Además, y como fruto de las conquistas del liberalismo democrático, protege al juez de injerencias externas de otros poderes del Estado, y con este fin la Ley Orgánica del Poder Judicial proclama que 'todos están obligados a respetar la independencia de los jueces y magistrados' (artículo 13), incluido el Gobierno. Asimismo, la citada ley habilita al juez que se considere perturbado en su función a pedir amparo al órgano de gobierno del Poder Judicial y, a su vez, prescribe que el ministerio fiscal, en el ejercicio de la función constitucional que le está atribuida, de velar por la independencia de los tribunales, por sí o a petición del juez afectado, promueva las acciones pertinentes en defensa de dicho principio (artículo 14). Lo que, por otra parte, pone de relieve que la función constitucional del ministerio público, que no es un abogado del Gobierno, transciende a su condición de acusador en el proceso penal y alcanza también a la salvaguarda de otros intereses generales del Estado. Finalmente, el juez también está protegido de injerencias que procedan de otros órganos judiciales, porque entre éstos no existe una relación de jerarquía que permita a unos dictar a otros instrucciones o correcciones en la aplicación de la ley. Así debe ser el Estado de derecho a preservar, aunque no siempre cause agrado a los demócratas e, incluso, pueda circunstancialmente satisfacer al fascista que se beneficie de la independencia judicial.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.
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