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Reformar con prepotencia

En Cataluña, hace años un extraño comportamiento se instaló entre nuestros gobernantes: la confusión identitaria. A lo largo de su mandato, Jordi Pujol ha recurrido constantemente a la identificación de su persona -y de su partido- con Cataluña, convirtiendo cualquier crítica de la oposición en un ataque desleal al país. Que Aznar ha acabado contagiado por el mismo virus no es ninguna novedad. En el Congreso, ante los reproches de José Luis Rodríguez Zapatero a su actitud con los sindicatos y ante su petición de retirada de la reforma -que entierra el diálogo social, divide y genera crispación-, el presidente hizo un ejercicio de metamorfosis y se convirtió en España. Para él, la convocatoria de huelga general de UGT y CC OO -que representan, según los resultados de las elecciones sindicales, a más del 80% de los trabajadores españoles- no es una huelga contra una iniciativa desafortunada, sino contra el interés de España. Para demostrarlo de forma más fehaciente, dos días más tarde no tuvo inconveniente en aprobar la reforma por decreto. Decretó el interés de España y acusó a los que se oponen de no ser demócratas, negando un derecho consagrado en la Constitución: el derecho de huelga -el de manifestación ya lo había cuestionado con motivo del Consejo Europeo de Barcelona.

Aznar ya es España. No lo son los miles de ciudadanos y ciudadanas que tienen dificultades para encontrar un puesto de trabajo digno. No lo son aquellos que tienen un empleo eventual desde hace años y no consiguen una estabilidad laboral y personal que les permita definir un proyecto vital. No lo son todos aquellos que ven como cierran las puertas sus empresas, se quedan en la calle y tienen que empezar de nuevo. Pero Aznar no se queda ahí. Justifica el decretazo del Gobierno insinuando que está dirigido contra aquellos que, pudiendo trabajar, prefieren vivir del subsidio, como si la legislación actual no tuviera mecanismos para luchar contra un fraude, que por cierto es de apenas el 2%, según los datos que maneja el propio Inem. Nada dice de que el decreto obliga a aceptar empleos a 30 kilómetros del domicilio del trabajador -sin atender a las dificultades de movilidad y el coste de la misma- que pueden ser eventuales o a tiempo parcial y cuyo salario puede situarse en el mínimo interprofesional. Tampoco dice nada del superávit del Inem de más de 600.000 millones de pesetas y mucho menos aclara que este dinero no proviene de los impuestos, sino de las cotizaciones de trabajadores y empresarios. No explica que la consideración de empleo adecuado corresponderá unilateralmente a la Administración, ni que la supresión de los salarios de tramitación -el que se cobra desde el despido hasta la conciliación o sentencia- abaratarán los despidos, mientras que el trabajador consumirá prestaciones de paro en ese periodo. Calla, en fin, respecto al hecho de que el decreto abre la puerta a un contrato de inserción que supondrá un paso atrás en el fomento de la calidad y la estabilidad en el empleo, y a la supresión de las prestaciones a todos aquellos asalariados que tienen la consideración de fijos discontinuos.

España hace tiempo que dejó de ir bien. La tasa de ocupación es mucho menor que en Europa. El año pasado el empleo destruido nos volvió a situar en cifras del año 1995 y el paro sigue en una preocupante tendencia ascendente, y los ocupados con empleo eventual son el doble de la media de la Unión. Ésta es nuestra realidad. Una realidad que nos aleja de la senda que marcó la Cumbre de Lisboa, que apostó por una economía competitiva, tecnológicamente avanzada, capaz de generar más y mejor empleo. Esta reforma no va por este camino porque aumentará la inestabilidad a los empleados por cuenta ajena, deja igual a los trabajadores autónomos -colectivo sin derecho a paro-, que siguen siendo los grandes olvidados, y no hace hincapié en medidas de reinserción para colectivos como las mujeres y los jóvenes.

Los sindicatos en estos años han actuado con coherencia y con responsabilidad. Han demostrado su capacidad de negociación con empresarios y Gobierno a través de los acuerdos alcanzados en seis años de mayoría del PP. Si tenían razones antes para el acuerdo, las tienen ahora para la confrontación. No han cambiado los interlocutores, ha cambiado Aznar, atiborrado de mayoría absoluta, prepotente y despreocupado ante una herencia que va camino de convertirse en tierra quemada. Los sindicatos no pueden cerrar los ojos ante una estrategia de debilitamiento del bienestar de los trabajadores, ante un Gobierno ajeno a los problemas que afectan a empresas y asalariados, que ha basado toda su estrategia en aprovechar la buena marcha de la economía internacional y que, cuando ésta pierde fuelle, convierte a los parados en chivo expiatorio de todos los males que nos aquejan. No pueden cerrar los ojos ante una reforma que recorta prestaciones, criminaliza a los más débiles y da un paso más en el desmantelamiento del bienestar social. Refugiarse en la confusión identitaria apelando al patriotismo para hacer frente a una movilización ciudadana es una nueva muestra -si cabe, más rotunda- de la prepotencia de un presidente que imparte doctrina sobre todo. Él decide quién es demócrata, quién buen estudiante, quién joven modelo, quién puede dirigir el sistema financiero y el judicial, quién es buen español, quién buen trabajador. Todo ello, sin un atisbo de autocrítica y ante la complicidad vergonzosa de CiU, incapaz, también en esta cuestión, de defender los derechos de los catalanes y catalanas; incapaz de decir no a la prepotencia del PP, demostrando así su sumisión política, que sin duda en los próximos días tratará de travestir interpretando todos los papeles de la película, como ya hizo con motivo de la Ley de Partidos.

Aznar, a fuerza de repetir que España va bien y de oír los elogios de su cohorte política y mediática, se lo ha acabado creyendo. Para el presidente rectificar no es de sabios: es de débiles. No apuesta por el diálogo retirando el proyecto, sino por el enfrentamiento con maneras más autoritarias que democráticas, devaluando el debate parlamentario. Si hubiera tenido la valentía de retirar el proyecto y de no crispar la vida ciudadana, Aznar representaría en Sevilla de forma mucho más completa e íntegra a una España que no quiere dejar de lado a los más débiles.

José Montilla es primer secretario del PSC

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