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LA CRÓNICA
Columna
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Fez

Hace diez años viajé hasta Fez. Sola. En realidad, me guiaban dos motivos bien distintos: buscar material para escribir una novela -parte de la cual estaba ambientada en una ciudad marroquí- y escapar, literalmente, de un cúmulo de adversas circunstancias personales que hizo de aquel entonces la época más triste de mi vida. Así es que una noche de San Juan me subí a un tren y me fugué. Llegué a Fez un atardecer luminoso y me instalé en la Medina, muy cerca de Bab el Guissa, una de las puertas que cierran la muralla. Pocas veces he visto una ciudad tan viva como Fez. Y fue el antídoto ideal para aliviar, por unos días, el dolor que llevaba a mis espaldas.

Esta semana he ido a ver en el CCCB la exposición Fes, ciutat interior, una serie de vídeos que seccionan la ciudad en su infinidad de vertientes: la muralla y sus puertas, la casa, las fiestas, lo sagrado, las madrasas, las azoteas, los oficios... Pasé unas cuantas horas contemplando imágenes de la Medina, escuchando opiniones de gente, reviviendo los ruidos cotidianos de esas calles aparentemente oscuras, de las casas escondidas que parecen ruinas pero que a veces son auténticos palacios. Y reviví aquel lejano viaje y me sumergí de nuevo en esta ciudad compleja, unión de muchas ciudades.

Revivo los ruidos cotidianos de Fez, de esas calles oscuras, de las casas escondidas que parecen ruinas pero que a veces son auténticos palacios

En aquellos lejanos días de finales de junio apenas se veían turistas y uno podía caminar tranquilamente sin verse sorprendido por la avalancha de gente que normalmente llena las tiendas y las calles. Yo vivía en una pensión llena de marroquíes, con ducha comunitaria de dudosa intimidad y un ejército de hormigas que se paseaban a sus anchas por las paredes y devoraban todo lo que encontraban a su paso. Procuraba utilizar la pensión estrictamente para dormir y el resto del día vivía en la calle. Cuenta uno de los entrevistados en el vídeo del CCCB que la Medina tiene debajo una ciudad sumergida y laberíntica que hay que descubrir. Fue así, perdida en ese laberinto, como Fez se me reveló.

Podría contar la belleza de las madrasas, el bullicio de los mercados, el olor tan intenso de las especias, el sonido hipnótico de los alfareros, el tintineo de las campanillas que anuncian al aguador, el sabor tan dulce del te con menta, la salmodia de los muecines... Es difícil resumir en tan pocas líneas todo lo que ofrece una medina, y la de Fez especialmente. Allí paseé por callejones tan estrechos que los burros, cargados de cosas tan diversas como pieles por curtir o cajas de Coca-Cola, quedaban literalmente atascados. A menudo llegaba el olor de la menta, que las mujeres vendían a manojos, o el del azafrán o el de los aceites perfumados. El rumor del agua era constante: en las fuentes, en los baños públicos, en la mezquita y en el riachuelo que bajaba sin parar por la mayoría de las calles. Vi a hombres teñidos del mismo color que el tinte de los cubiles donde trabajaban, y vi también a unos niños teñidos de gris por el polvo de zinc que desprendían unas máquinas.

Una mañana conocí a un chico en el mercado de las especias. Me invitó a su casa y tuve que hacer un acto de fe para dejarme llevar por aquellas callejuelas y corredores sin una salida aparente. Me sentía totalmente perdida y la angustia se reflejaba en mi cara. 'No te preocupes, que ya llegamos', decía él riendo, pero mi corazón bombeaba a toda máquina. Hasta que entré en un palacio y la sonrisa de su familia me devolvió la serenidad. Me invitaron a comer. Nos sentamos en el suelo, en una de las dependencias del patio central, embaldosado de azul y blanco, con una fuente en medio y un árbol al fondo. Aquella noche dormí allí, en la estancia de las mujeres, echada en uno de los bajos divanes situados a lo largo de las paredes. Todas dormían vestidas y envueltas con un manto. Al amanecer me despertó el ruido del muecín y vi a la madre postrada en un rincón del patio, rezando; el marido estaba en la mezquita. Desayunamos toda la familia junta: el pan acababa de salir del horno de la casa. El padre del chico era maestro y su mujer enseñaba costura por las tardes. Eran ocho hermanos, todos con los ojos negros como un pozo. Días más tarde me invitaron a la celebración de un nacimiento en otra casa. Allí comí los pasteles de almendras más buenos de mi vida. Me sacaron a bailar e hice lo que buenamente pude. La madre del niño y el bebé no participaban de la fiesta. De vez en cuando se veía pasar una sombra por detrás de una de las rejas del patio.

No todo fue tan agradable en Fez: un atardecer se me ocurrió subir a una colina que alberga un cementerio. Nunca había tenido ningún problema en un emplazamiento musulmán. Todo parecía perfecto, hasta que vi volar la primera piedra por encima de mi cabeza. Luego la segunda y la tercera: un chico me estaba apedreando desde lejos. Sus tiros eran casi certeros, y su fuerza, descomunal. Logré salir indemne por casualidad. Luego me contaron que estaba loco.

Había pasado una semana. Un día llamé a mi casa: mi hermano estaba ingresado en el hospital. Aquella noche cogí un autobús hasta Ceuta: fue un viaje duro, digno de una novela. En Ceuta me subí al barco y luego a un tren. Mi hermano murió un mes más tarde. De sida. Aún no he vuelto a Fez, pero la exposición del CCCB me la ha hecho añorar.

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