Xenofobia
Hace justamente diez años, y con motivo de la recepción en Gandia de refugiados de la guerra de Bosnia y del suceso trágico y criminal paralelo de Benifaió escribí una columna donde, a propósito de la intolerancia que convirtió las calles de Sarajevo en una caseta de tiro al blanco, y Benifaió, en principio, en un caso aislado, daba cuenta de que empezaba a haber síntomas entre nosotros de nerviosismo e intolerancia hacia esa imagen incómoda que el espejo de la inmigración arrojaba como contrapunto de ciertas hipocresías sociales aún veniales.
Ello debía alertarnos ante lo que podían ser futuras pero no tan lejanas hogueras difíciles de apagar. Por decirlo con mayor claridad: me parecía entonces que debían abordarse urgentes políticas sociales que evitaran de verdad el embolsamiento de las miserias y su diáspora sin rumbo; consideraba imprescindibles medidas coherentes para que los inmigrantes dejaran entonces de ser un gueto señalado primero como curioso o como diferente y después como un colectivo donde destilar intolerancias, frustraciones y violencias.
Quizás -decía-, ya no servía el manido posicionamiento de actuar sólo cuando estuviéramos ante conflictos irresolubles, ni tampoco se me antojaba decente ni justificable quitar hierro al asunto como queriendo tranquilizar la buena conciencia de la gente, cuando la realidad se estaba manifestando como muy otra. Estábamos -en el 92-, entrando en un momento duro, y me permitía reflexionar sobre ciertas alegrías progres de mi generación que se estaban convirtiendo en pesadillas a olvidar, cuando, en puridad, se trataba de compromisos a renovar para asumirlos de manera valiente.
Ni manifestaciones minoritarias, ni clamores de papel impreso podían suplir el tiempo perdido en el difícil aprendizaje del oficio de la solidaridad que íbamos abandonando a manos de la conveniencia, lo aparente y la corrupción.
Diez años después, la prensa refleja hasta la saciedad que en una década se han disparado los indicadores y estamos entrando en un terreno preocupante: El aumento espectacular de la delincuencia más visible, es decir, la que palpa el vecino y la gente de la calle, el desarrollo de una percepción angustiosa de rechazo ante el extranjero pobre que acude a nuestro pequeño país acuciado por el hambre y la desesperación y al que se señala como causante del deterioro de la tranquilidad social, la ya inocultable muestra de intolerancia que se manifiesta en muchas conversaciones escuchadas en locales públicos o en tertulias de bares o en su reflejo en conductas particulares que buscan directamente la exclusión o disuadir de frecuentar determinados establecimientos a los inmigrantes, arrojan un cambio sustancial en las actitudes frente a la inmigración que no puede ni debe minimizarse.
Quienes entienden que el porcentaje de inmigrantes está muy lejos de las cifras de nuestros vecinos europeos del norte y que no hay nada de que preocuparse, quienes zanjan la cuestión creyendo que la xenofobia es un asunto de pocos, quienes, por otra parte, cierran los ojos a los crecientes detalles que muestran el día a día de lo que realmente está ocurriendo entre nosotros; y, en fin, quienes se instalan en un humanismo ayuno de programa realista y pedagogía valiente mientras jornadas, simposios y mesas redondas eternizan el bla-bla-bla típico de los diletantes, podría aparecer abruptamente el monstruo Beemoth y dejarnos inermes de un zarpazo.
Vicent.franch@eresmas.net
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