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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Epopeya de la seguridad

¿Cuántas veces se ha pronunciado estos días la palabra seguridad? Fetiche, santo y seña, mito, religión: la seguridad ocupa lo grande y lo pequeño, lo global y lo local, el universo y la vida cotidiana, convirtiéndose en obsesión. El negocio de los seguros está, pues, de enhorabuena, si bien los aseguradores aseguran no estar seguros de casi nada y blindan sus condiciones de seguridad total más que nadie. Ellos -y todos- saben que no hay otra seguridad total más que la muerte y no hay otra paz total más que la de los cementerios. Eso sí que es seguridad definitiva: perfecta.

En aras de la seguridad no sólo se instalan candados y alarmas, sino que se deja de fumar, de beber o de comer. Viajar, moverse, y hasta andar por la calle es desafiar la seguridad, pero también lo es quedarse en casa: ver la televisión, navegar por Internet, es un peligro no sólo para la obligada estilización corporal, sino sobre todo para las neuronas. El deporte es un riesgo, pero el sedentarismo también. Los que pueden se blindan con guardaespaldas, médicos, asesores, dietas, controles... y edifican fortalezas físicas y mentales de consideración, no vaya a ser que un virus descontrolado se infiltre en un descuido, no vaya a ser que la seguridad de existir en este mundo feliz -felicidad ya equivale a blindaje- se desmonte de un plumazo.

En nombre de la seguridad no se evitan las guerras como sería lógico, sino que se fabrican y velan las armas esperando el ataque de un enemigo desorbitado. O se ataca directamente en previsión de peores males. El enemigo, de caras multiformes, acecha en todo lo que no está bajo control. Que ésta es la clave de la seguridad: el control total de lo que existe y de lo que puede existir. Una ambición descomunal, casi bíblica: la seguridad total ni siquiera debe caber en Dios mismo. Seguridad y perfección son, en la divinidad, casi sinónimos: ése es el modelo. Así, una vez más, los hombres de hoy repiten la historia: la búsqueda de la seguridad perfecta les impulsa a querer ser dioses. Todo lo demás -quedarse en diosecillos prêt-à-porter- es un quiero y no puedo.

La epopeya grandiosa de la seguridad total, lo de ahora mismo, se basa en una idea filosófica tremenda: 'El infierno son los otros'. Que lo dijera Sartre tiene su gracia, porque da la medida de los miedos que recorren la historia humana a través de los tiempos, a derecha e izquierda. Lo contrario a la seguridad son 'los otros': sólo su existencia -su contaminación humana- puede poner en peligro la nuestra. Y aquí es donde entraría ese horrendo, aunque acuciante, debate sobre la inmigración. El inmigrante es, en esta sociedad blindada, el otro por antonomasia: un otro que se atreve a recordarnos que el mero hecho de vivir es un riesgo. Un otro que nos pide un poco de lo que nuestra sociedad construye obsesivamente: seguridad. Una seguridad, vaya por Dios, que no existe plenamente más que en los cementerios. Una seguridad tan precaria que nos aterra que alguien, como los inmigrantes, reclame su parte en este empeño destinado al fracaso.

La espina dorsal de esta nueva cultura que es la seguridad es el reverso de lo que Ulrick Beck llama 'la sociedad del riesgo', aquella en la que 'en principio, todo es posible y nada ni nadie es previsible ni controlable'. Aquí y ahora -de Bush a Aznar, pero también en el Mundial de fútbol, en Rosa I de Eurovisión o en el estilo de vida-, se trata de que sólo sea posible lo previsto y lo controlable. ¡Madre mía! Incluso en los afectos se reclama seguridad total. Por eso tantos viven ya solos, bloqueados, falsamente seguros en su aislamiento. El miedo contemporáneo produce monstruos que se reproducen a sí mismos. Y la vida es una pesadilla hasta que la seguridad definitiva se consuma. Pura ideología, queridos.

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