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Columna
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Eurovisión

En el mismo rectángulo de papel prensa en el que se despiezan minuciosamente, con arte chacinero, los prolegómenos del último festival de Eurovisión, puedo enterarme de las opiniones del filósofo Emilio Lledó. Qué cosas. Puedo saber la talla de sostén de la representante española, la dieta hipocalórica que sigue para perder kilos vertiginosamente y, pasando una página, conocer lo que piensa Lledó de estas y otras amenidades.

El imperio de la monstruosidad, dice Lledó, está inundando nuestra sociedad. El problema es que nadie o casi nadie (sólo Emilio Lledó y algunos más) son capaces de ver la monstruoteca. Para la mayoría bulliciosa, el monstruo es el filósofo. ¿Qué se puede esperar de un individuo que no tiene televisión en casa? ¿Qué se puede esperar de alguien que vive rodeado de libros? ¿Qué se puede esperar de una persona que carece de coche y viaja en metro? Debe tratarse, en fin, de un tipo peligroso y elitista, poco recomendable. Un tipo que no vibra con el fútbol ni con Eurovisión o Gran Hermano tiene que ser un monstruo.

El filósofo (el monstruo) dice cosas monstruosas: por ejemplo, dice que en algunos países se ha descubierto que ya no hacen falta dictadores, porque la oligarquía ha llegado a la confortadora conclusión de que sin la violencia también es posible hacerse con los medios de poder. ¿Quién necesita a un triste Pinochet a estas alturas y con esos divertidos concursos que fabrican los chicos de La Trinca o el simpático Emilio Aragón? Tenemos, además, gobernando el planeta a gente de absoluta confianza; esos inmarcesibles oligofrénicos que han patentado el uso de las 'bombas humanitarias' no nos pueden traer nada malo. Son los filósofos como Emilio Lledó los que enturbian el límpido horizonte. Su última desmesura es afirmar que el problema del mundo no es el terrorismo, sino la miseria que aflige a las tres cuartas partes de la humanidad. Son ganas de amargarle la fiesta de Eurovisión al personal. Ganas de dar la nota malamente, peor que Bustamante.

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