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Columna
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Hada

EN UN LUGAR y fecha indeterminados, pero que podemos situar en una pequeña localidad del País de Gales hacia los años treinta del pasado siglo, una niña deambula, al caer la noche, por entre las barracas y cachivaches de una feria que acaba de cerrar sus puertas al público. Según Dylan Thomas (1914-1953), el autor de esta historia, 'Después de la feria', incluida en Hacia el comienzo. Relatos completos, I (Mondadori), huida del hogar, en Cardiff, esta niña busca un refugio improvisado donde dormir y, mientras tantea junto a la caseta del astrólogo, se topa con un bebé abandonado, aterido de frío. Este insólito hallazgo la impulsa entonces a buscar ayuda en un carromato, donde se amiga con un monstruo ferial, conocido por el Gordo, que la acoge y accede a ir en busca del pobre recién nacido, el cual, nada más sentir el efecto reanimante del calor, se pone a berrear como un endemoniado. Como parece no haber forma de calmar su violento llanto, la niña convence al Gordo para que ponga en funcionamiento un tiovivo, cuyo giro luminoso y musical logra el apaciguamiento sonriente del bebé, aunque el silencio infantil provoque tal estruendo que despierta a todos los durmientes de la caravana ferial.

No se sabe exactamente tampoco cuándo, pero digamos que más de un siglo después, un replicante en forma de niño, llamado David (el primer prototipo de una serie fabricada para satisfacer el impulso maternal frustrado de las mujeres de carne y hueso de esa futura sociedad, donde ya casi todas las necesidades y deseos se cubren con seres mecanizados), comprende que la mamá que le ha sido asignada nunca le aceptará como tal hijo hasta que llegue a ser de verdad, un niño orgánico. Esta insólita idea se le metió en los circuitos de su ordenador cuando, cierta vez, escuchó el relato de ese travieso muñeco de madera, llamado Pinocho, finalmente convertido en un auténtico niño por obra de la magia. De manera que, al ser abandonado por su madre-dueña, como cabría esperar, David emprende toda una peregrinación en busca de un hada azul, que, transformándole en orgánico, le permita regresar al añorado hogar perdido.

Dos mil años después, unos androides, los únicos sofisticados supervivientes maquinales de nuestro planeta, hallan en las profundidades del mar a este mismo David, ya mecánicamente inactivo, el cual se quedó fijado allí, con la mirada arrobada, frente a una muñeca en forma de hada azul, parte residual de un antiguo parque ferial sumergido en las aguas tras algún cataclismo. Al reactivar a David, los cibernéticos androides comprueban que el único dato restante de los desaparecidos humanos es el incomprensible anhelo filial de un robot, que no le importa morir, si con ello encuentra de nuevo a su mamá. Tal es la historia que nos cuenta la película Inteligencia artificial, rodada precisamente en 2001 por Steven Spielberg. A no ser que el Gordo, del cuento de Dylan Thomas, fuera una nueva reencarnación de Dios, siempre dispuesto a poner en marcha cualquier tiovivo, ¿quién podría si no descifrar, en ese ciberespacio galáctico de ese mítico futuro tecnificado, llamado cielo, cuál fue el origen de la inteligencia humana, capaz de cualquier artificio, incluido el de la inmortalidad maquinal?

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