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Tribuna:LA CRISIS DEL PP EN CÓRDOBA
Tribuna
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Daños colaterales

Agustín Ruiz Robledo

La disolución de la ejecutiva provincial del PP de Córdoba es el penúltimo ejemplo de que no siempre los partidos políticos cumplen a rajatabla el mandato del artículo 6 de la Constitución, que les ordena que su estructura interna y su funcionamiento sean democráticos. Esta exigencia constitucional, iniciativa de Tierno Galván, el viejo profesor de Derecho Político, debería concretarse en una norma de desarrollo del artículo 6 de la Constitución que consiguiera poner fin a la ley de hierro de la oligarquía, el control férreo de los partidos europeos por su grupo dirigente, teorizado hace 100 años por Michels.

Aparentemente, la idea fue bien acogida, tanto que las mismas Cortes constituyentes aprobaron un mínimo régimen jurídico de los partidos, la Ley 54/1978, de 4 de diciembre. Pero durante 25 años los diputados y senadores no han encontrado el momento oportuno para trocar los cinco artículos de esta Ley en una regulación completa de los partidos políticos, a pesar de que todos los estudios serios sobre el tema inciden en la necesidad de aprobar una nueva Ley y a pesar de figurar en los programas electorales de los partidos, siempre repletos de propuestas sobre la regeneración política. La propia Exposición de Motivos del proyecto de Ley Orgánica de Partidos Políticos, redactado por el Gobierno, resalta insistentemente este punto: 'Hoy es evidente la insuficiencia de un estatuto de los partidos incompleto y fragmentario, es necesario el fortalecimiento y la mejora de su estatuto jurídico con un régimen más perfilado, garantista y completo, hay una coincidencia general a la hora de concretar las exigencias constitucionales de organización y funcionamiento democráticos'.

Sin embargo, y como los portavoces del Gobierno nos recuerdan constantemente, el articulado de ese proyecto de ley se centra en otro asunto: en cómo conseguir un nuevo instrumento en la lucha contra el terrorismo etarra. Tanto es así que de los 13 artículos de este proyecto sólo uno está dedicado a la 'organización y funcionamiento' de los partidos, al que cabe sumar otro sobre 'derechos y deberes de los afiliados', nada que justifique por sí solo una nueva Ley de partidos. Las enmiendas de la oposición, lo mismo que las polémicas en los medios de prensa, se han centrado en los diversos aspectos discutibles de la ilegalización de Batasuna (motivos, iniciativa procesal, Tribunal adecuado e irretroactividad), dejando para otra ocasión la regulación estricta de cómo debe organizarse y funcionar un partido democrático.

Mientras esperamos una nueva oportunidad para desarrollar el artículo 6 de la Constitución, quizás dentro de otros 25 años, podemos imaginar qué hubiera pasado en el caso del PP cordobés si ya existiera una regulación jurídica pensada para hacer efectiva la democracia en los partidos políticos, lo que no es nada difícil dado que tenemos un modelo en el Derecho comparado, que siempre se cita como ejemplo: la ley alemana de partidos políticos. Pues bien, según el artículo 16 de esta Ley, las destituciones de órganos completos de las asociaciones territoriales sólo son 'admisibles ante graves infracciones contra los principios fundamentales o el ordenamiento del partido', que deben estar especificadas en los Estatutos; además, contra esa decisión cabe un recurso ante un 'tribunal de arbitraje', un órgano interno regulado por la propia Ley de forma bastante independiente (tanto que se admite que sus miembros sean nombrados paritariamente por las partes implicadas). A la vista de los difusos motivos alegados por el secretario general del PP, parece más que evidente que con una ley así el desenlace de la crisis del PP cordobés hubiera sido muy distinto, por no decir que ni siquiera se hubiera producido.

Es difícil determinar todas las causas que han llevado a los partidos a no establecer una regulación legal que incremente su democracia interna, pero parece claro que si la Ley de partidos que se está tramitando en las Cortes no encontrara su legitimación en el objetivo de ilegalizar a los amigos políticos de ETA, les habría sido muy complicado seguir indefinidamente sin desarrollar el mandato del artículo 6 de la Constitución. Por eso, si el principal daño directo del execrable terrorismo etarra es la pérdida de vidas humanas, no me caben muchas dudas de que entre sus daños más difusos (colaterales, según la nueva terminología) se incluye cierta pérdida en la calidad de la democracia que disfrutamos.

Agustín Ruiz Robledo es profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada

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