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Retos de la resistencia global

Aunque cualquier afirmación al respecto es por fuerza aventurada, la macromanifestación celebrada en Barcelona el 16 de marzo y sus recientes secuelas en otros lugares parecen llamadas a dibujar, al menos entre nosotros, un antes y un después en los movimientos de resistencia global. Han revelado, por lo pronto, que éstos no son una moda pasajera y prescindible, y que su crecimiento, pese a un sinfín de obstáculos, se antoja hoy por hoy imparable. Y ello tanto más cuanto que lo suyo es preguntarse por el número de ciudadanos que se hubiese congregado en el centro de la capital catalana, y en otras ciudades, si con anterioridad no se hubiese hecho sentir una tramada campaña de amedrentamiento.

La ola de optimismo que se ha levantado no debe ser motivo, sin embargo, para esquivar una consideración realista de cuáles son las expectativas, y cuáles los problemas, de los movimientos. Y al efecto la primera observación, inevitable, recuerda que las aspiraciones de éstos son muy ambiciosas. En ellas despunta un propósito unánime: el de dar réplica a la globalización neoliberal o, lo que es lo mismo, a una vorágine de operaciones especulativas, flujos deslocalizadores, propaganda pestilente, organizados crímenes, vaporosos controles, apisonadoras culturales, hegemonías prepotentes y generales ratificaciones de la desigualdad y del expolio del planeta. Pero hay, también, otras dos dimensiones sometidas, éstas sí, a disputa y generadoras de diferencias. Si la primera nos habla del ascendiente que en la gestación de los movimientos habrían ejercido las nuevas minorías activas surgidas al calor de la precariedad y del endurecimiento de las condiciones del trabajo asalariado, la segunda entiende que las redes de resistencia global responden, en su matriz más profunda, al designio de erradicar muchos de los vicios anclados en la izquierda tradicional, al amparo de partidos burocratizados que postulan discursos cada vez más caducos, sindicatos dramáticamente desprovistos de una vocación contestataria u organizaciones no gubernamentales a menudo volcadas en una mezquina defensa de bien pagados puestos de trabajo.

Por cierto que, y dicho sea entre paréntesis, tiempo habrá para sopesar en virtud de qué azarosas circunstancias acaban por instalarse entre nosotros determinados conceptos. Así, sin ir más lejos, y presumiblemente por efecto de una impresentable añagaza, la palabra globalización adquirió a mediados del decenio de 1990 un eco mediático que antes no le correspondía: era menester encontrar un término que, en el magma del nuevo orden internacional aireado en 1991 por el padre del actual presidente estadounidense, permitiese arrinconar la imagen negativa que, pese a tantos esfuerzos, seguía y sigue arrastrando el capitalismo. Claro que, y por otra parte, para explicar la irrupción de los propios movimientos de resistencia global también hay que invocar algunas claves cronológicamente precisas. Si en medida no despreciable las ONG salieron a la palestra -a caballo de los decenios de 1980 y 1990, y en el mismo momento en que se desfondaban la URSS y su bloque- como una respuesta, desde la sociedad civil, frente a las aberraciones estatalistas que habían impregnado al grueso de la izquierda, es legítimo aventurar que los movimientos han visto la luz, luego de una década, en un momento en que se palpaba que la revolución no gubernamentalista tampoco daba los frutos apetecidos. El fracaso, bien que relativo, de muchos de estos esfuerzos debe ponernos sobre aviso, naturalmente, ante el riesgo de que lo que hoy parece nuevo y saludable acabe por experimentar, mañana, un derrotero semejante.

No deja de tener su miga, en fin, la discusión que levanta el término -movimientos antiglobalización- que se ha abierto paso, con inmerecida vocación de permanencia, entre nosotros. Si para unos suscita rechazo por cuanto retrata redes empeñadas en una primaria y negativa contestación, para otros distorsiona lo que con frecuencia es una apuesta, no contra la globalización, sino en defensa de una globalización diferente. No faltan quienes piensan, eso sí, que la preeminencia contemporánea de la globalización neoliberal ha hecho que el adjetivo acompañante marque de forma tan poderosa al sustantivo que lo preferible sea rechazar también éste en provecho de alguna otra construcción en la que encajen mejor las adhesiones a un proyecto globalizador de perfil distinto.

Pero dejemos atrás tan sesudas discusiones y abordemos los problemas que en estas horas alcanzan a los movimientos. El primero de ellos lo provoca su acaso excesiva vinculación con la contestación de las cumbres, y otras parafernalias, organizadas por el Fondo Monetario, la Organización Mundial del Comercio o el grupo de los ocho. Pese a lo ocurrido en Barcelona y otros escenarios, lo que en principio fue un activo formidable para los movimientos lleva camino de convertirse en una rémora que genera una frenética actividad pero apenas rinde beneficios en materia de asentamiento organizativo, propuestas concretas o campañas de sensibilización. Hora es de preguntarse, por ejemplo, qué está llamado a suceder con nuestras redes cuando en junio, y al cabo de una docena de contracumbres, concluya la presidencia española de la UE.

Una segunda discusión, que produce ampollas, se interesa por el referente político de los movimientos de resistencia global. Las respuestas al respecto son sustancialmente tres. Mientras la primera entiende que las formaciones políticas de siempre aportan un razonable escenario para que la contestación encuentre su cauce, la segunda sugiere cautelosamente que hay que tomarse en serio la posibilidad de articular fuerzas de nuevo tipo y la tercera considera que todos los recursos deben encaminarse a engordar los movimientos, ahondando al tiempo en su primigenia vocación libertaria, antiautoritaria y cotidianista. Por detrás de tales opiniones lo que se aprecian son, por un lado, recelos mutuos entre los grupos de base -no confundamos, por cierto, movimientos y manifestantes- y las cúpulas partidarias y sindicales, y, por el otro, una competición soterrada entre dos grandes pulsiones: la que se reconforta en la posibilidad de influir poderosamente en el comportamiento de los otros y la que apuesta con claridad por el crecimiento de los movimientos frente a esos otros. Aunque, y por razones que saltan a la vista, las sensibilidades en lo que atañe a estas cuestiones varían mucho conforme al origen -grupos de recentísima creación, segmentos de la izquierda tradicional, sectores procedentes del mundo de las ONG- de las redes, en casi todas partes se barrunta una conciencia de que las propuestas de éstas, con la inequívoca reivindicación de cambios en sentido no desarrollista y no consumista, tienen difícil encaje, entre nosotros, en términos de mercadotecnia electoral.

En un terreno afín, y en tercer lugar, ésta es la hora de recordar que en Porto Alegre, a finales de enero, se ofició el desembarco estelar de significadas fracciones de la socialdemocracia en el mundo de la resistencia global. Como cabía esperar, las reacciones, de nuevo, han sido muy dispares: si en unos casos se ha recibido como agua de mayo al recién llegado, en otros ha predominado el recelo ante lo que se intuía era una inquietante operación de supeditación a intereses espurios. La gran pregunta es, en suma, quién tiene influencia sobre quién: ¿serán los movimientos los que acaben por enderezar el torcido discurso de la socialdemocracia o será esta última la que acabará por anular la autonomía de aquéllos y por convertirlos en lo que ella misma es a los ojos de muchos: una jacobina guinda legitimadora de la globalización neoliberal? Hoy por hoy, en el grueso de los movimientos sólo se vislumbra un espíritu que, tras beber en las fuentes del radicalismo autolimitado, se acoge cautelosamente a aquello de por sus obras los conoceréis.

La cuarta tesitura delicada -que afecta más al debate en los medios de comunicación que a los propios activistas- es la de la violencia. Con Génova en la retina podemos afirmar que hemos dispensado demasiada atención a la algarada callejera protagonizada por determinados sectores de la resistencia global, y muy poca, en cambio, a la interesada violencia desplegada por unos aparatos policiales a menudo entregados a una doble tarea de demonización y criminalización de los movimientos. En el seno de éstos muchos son los que piensan que si la violencia antiglobalización no existiese, las necesidades objetivas de los sistemas en que vivimos -y en lugar singular la de alejar a muchos ciudadanos de una voluntad de contestación cada vez más arraigada- reclamarían su creación. Y, por cierto, una de las estratagemas más abyectas de los últimos meses es la que, con el franco concurso de muchos medios de comunicación, se regocija al emplear inopinadamente un mismo fetiche, la palabra violencia, para describir conductas tan distintas como el apedreamiento de un escaparate y el tiro en la nuca.

Como puede intuirse, la relación con los medios, y casi siempre la dependencia con respecto a éstos, configura un quinto problema de peso.

Conviene subrayar, de cualquier modo, que si no faltan los medios de comunicación que participan con pundonor en la demonización de las redes de resistencia global, el tratamiento informativo de lo ocurrido en Porto Alegre permite albergar alguna esperanza. Son muchos los estudiosos y publicistas que, incluso desde posiciones conservadoras, han acabado por entender que los discursos del Fondo Monetario y del Banco Mundial carecen por completo de credibilidad. No sólo eso: la afirmación de que el principal problema planetario no es el terrorismo, sino la pobreza, que en la tarde del 11 de septiembre hubiese provocado un inmediato linchamiento moral, tiene hoy -o al menos así lo parece- más partidarios que detractores.

Agreguemos, en fin, que entre las prioridades de los movimientos debe contarse la de perfilar propuestas claras -quienes de esto saben afirman que en Porto Alegre apenas se innovó en el terreno programático- y hacerlo, por añadidura, con un lenguaje llano y asequible que, sin rebajar la radicalidad y sabiendo aunar las diferencias, sirva para atraer a grupos sociales y generacionales cuya presencia ha sido hasta hoy marginal. Si eso ocurre es más que probable que los movimientos saquen el partido que merece a sus tres grandes virtudes: la de aportar una contestación global frente a las propuestas parcializadas de sus antecesores, la de engarzar sin excesivos problemas con los sectores más lúcidos del movimiento obrero -conceptos como los de explotación, exclusión y feminización de la pobreza facilitan la tarea- y la de contar con redes transnacionales que, luego de mitigar imaginables querencias etnocéntricas, ofrecen un incipiente contrapeso a la respuesta, inane o connivente, que instancias como la ONU o la Unión Europea blanden ante la prepotencia de Bush y sus mecenas.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de Cien preguntas sobre el nuevo desorden.

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