El arte de la salida
El Papa (82 años) pide oraciones que le den fuerzas para seguir llevando el báculo de Pedro. El ex ministro Eguiagaray (56) abandona su escaño y anuncia que deja la política. Aznar (49) se despide, aunque tal vez vuelva un día dando un rodeo por Bruselas. Irse a tiempo es la prueba suprema del político. Para superarla es necesario vencer la tentación de condicionar la decisión a criterios externos. Karol Wojtyla se encomendó hace siete años, al cumplir 75, a la voluntad divina, expresando su disponibilidad a servirla 'todo el tiempo que Él quiera'. Felipe González ya pensó en irse en 1989, y de nuevo en 1995, pero las presiones de su entorno, unidas a imponderables como la designación del sucesor in péctore, Solana, para la OTAN, aplazaron la decisión.
Del sanedrín de doce personas próximas al que González comunicó sus intenciones en 1995, sólo Juan Manuel Eguiagaray, ex ministro de Administraciones Públicas y de Industria, pidió que se respetase su voluntad, sin intentar convencerle de que siguiera, según revela Gonzalo López Alba (El relevo, Taurus, 2002). También fue, según la misma fuente, el único de los próximos a Almunia que, tras la derrota electoral de 2000, apoyó su decisión de dimitir aquella misma noche. Ahora, Eguiagaray ha hecho público su abandono de la política en una carta en la que recuerda su ingreso en el PSOE en vísperas de las primeras elecciones democráticas, pensando que era un compromiso temporal. Como a tantos otros de su generación, la vida (y la muerte: el asesinato de Enrique Casas) le llevó a prolongar ese compromiso durante 25 años. Ahora considera necesario dejar paso a 'personal de refresco', pero reconoce que las circunstancias personales (titulación, especialidad profesional) pueden favorecer o dificultar la decisión.
Otros lo tienen más difícil. Muchos políticos de la generación de Eguiagaray (que es la misma de Felipe González) no llegaron a acabar la carrera, o lo hicieron, pero nunca la ejercieron, o sólo marginalmente, y luego no han podido reciclarse. Bastantes se socializaron desde dentro de la política. Gozaron de reconocimiento público antes de haber tenido ocasión de madurar: sin haberse enfrentado a los problemas corrientes de la gente, y con las relaciones personales muy condicionadas por la dinámica, las inercias, la patología incluso, de la vida partidaria. Abandonar la política significaría para muchos de ellos el trauma de pasar de personaje a profesor auxiliar de instituto o empleado de caja de ahorros. Por eso, cuando alguien dice dudar sobre si dejarlo o volver a presentarse, es casi seguro que no lo dejará.
El propio González parece dudar sobre su papel: se fue, pero se resiste al olvido; como si no descartara del todo la posibilidad de regresar. Sigue de diputado, pero es un absentista pertinaz. Defiende la necesidad de la renovación generacional, pero reprocha a Zapatero tomársela al pie de la letra. En marzo cumplió los 60, pero el reciente vencedor de las presidenciales francesas, Chirac, tendrá 70 en noviembre, y su rival, Le Pen, ya cumplió los 74. Jospin tiene 65, y Chevènement, 63. Considerar amortizado a un político a los 60 es un despilfarro objetivo. En eso tiene razón González, aunque la forma como lo planteó, aludiendo a la falta de ideas de los que ahora dirigen el PSOE, sonase fatal. 'Eso no se hace', dijo Rajoy desde una cierta solidaridad corporativa con Zapatero. La explicación de que habla así porque ahora se siente libre para decir lo que piensa de verdad es un dardo envenenado. Si su verdadero yo es el que ahora diserta a la buena de Dios, ¿era un farsante el que tanta admiración concitó antes?
Libre para opinar en el seno de la cofradía sólo se siente quien puede irse, según la tesis de Albert Hirschman (Salida, voz y lealtad. FCE. 1970): aquel cuyo reconocimiento público y autoestima personal no están necesariamente ligados al cargo que ocupa. Voz propia tiene quien puede elegir la salida, aunque la lealtad pueda retenerle un tiempo. Aznar no es el más listo de la clase, pero ha aprendido de sus antecesores que para evitar la tentación de romper el compromiso hay que atarse fuerte al palo mayor. No por miedo a ser raptado por las sirenas, sino por temor a sí mismo: al mareo que hace perder el sentido de la realidad. La decisión de autolimitar su mandato es una prueba de astucia. Y sienta un precedente que en su día podrá seguir Zapatero sin necesidad de teorizarlo.
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