Socialdemocracia sin clase trabajadora
Una postura muy extendida en las culturas mediáticas y políticas de nuestro país es que los partidos socialdemócratas en Europa deben, para ganar las elecciones, desplazarse hacia el centro del espectro político a fin de conseguir la adhesión electoral de la clase media (que se supone constituye la mayoría de la ciudadanía) y de la cual se asume una orientación política centrista. En esta postura se considera que la clase media debe ser la base social prioritaria de la socialdemocracia sustituyendo a la clase trabajadora, la cual está desapareciendo, bien objetivamente (resultado de su reducción y práctica desaparición en la estructura social de nuestras sociedades) o bien subjetivamente (resultado de que un número mayor de trabajadores se siente y autodefine como miembros de la clase media). De ahí que el término y concepto de clase trabajadora hayan prácticamente desaparecido de la cultura política y mediática del país. La gran mayoría de líderes socialdemócratas han dejado de utilizar tal término, temerosos por otra parte de ser acusados, en caso de utilizarlo, de 'anticuados' por parte de los medios de información y persuasión que configuran la sabiduría convencional del país, según la cual la modernización de la socialdemocracia pasa por su centrismo, tal como ha hecho el Nuevo Laborismo de Blair, al cual muchos medios de información consideran como modelo para el resto de partidos socialdemócratas europeos, mostrando su supuesto éxito electoral como prueba de la certeza de su estrategia política. Así hemos visto cómo, a raíz del fracaso de Jospin, varios periódicos, incluyendo EL PAÍS, han editorializado estimulando el cambio de los partidos socialdemócratas europeos, incluyendo el español, en la línea Blair, puesto que 'el resultado ha funcionado en las urnas' (EL PAÍS, 28 de abril de 2002). Una variante de este mensaje modernizador de la socialdemocracia es la postura, también defendida por el propio Blair, de que la globalización (que se considera primordialmente como un fenómeno nuevo y predominantemente positivo) fuerza a los Estados a seguir políticas económicas y sociales parecidas, diluyendo así el significado de izquierda y derecha, siendo esta dicotomía sustituida por otra en que la mayor diferencia entre un gobierno u otro no es que sea de izquierdas o de derechas, sino que sea buen o mal gestor de lo público. Fue precisamente Blair el que en el Parlamento francés enfatizó que 'no existen en la economía globalizada de hoy, derechas o izquierdas, sino buena o mala gestión del espacio público' (Asamblea Nacional Francesa, 24 de marzo de 1998). Desde esta versión modernizadora de la socialdemocracia, la buena gestión de las políticas económicas y sociales incluye algunos elementos heredados del pensamiento neoliberal y/o conservador tales como el rechazo de políticas redistributivas (que se asume antagonizan a la clase media) de carácter universal que garanticen derechos sociales, civiles y económicos a toda la ciudadanía, siendo sustituidas por políticas asistenciales, orientadas hacia la prevención de la exclusión social y la pobreza, facilitando la integración de los grupos vulnerables a la clase media, mediante programas de igualdad de oportunidades que se centran primordialmente en dar más becas y más formación profesional a jóvenes de familias humildes. En esta estrategia, las políticas expansivas encaminadas a ofrecer seguridad a toda la población, características de las tradiciones socialdemócratas 'tradicionales' (término que Giddens utiliza despectivamente para referirse, por ejemplo, a la tradición socialdemócrata sueca, que tiene el mayor periodo de gobierno socialdemócrata en Europa), son sustituidas por políticas de oportunidad, que son además menos costosas, permitiendo así reducir los impuestos, una propuesta ampliamente extendida en la socialdemocracia modernizada que excluye políticas de gasto público expansivo, acentuando en su lugar la necesidad de reducir el gasto público a fin de integrarse monetaria y económicamente a la UE.
Lo que es sorprendente es que este mensaje continúe presentándose como el salvador de la socialdemocracia, cuando los presupuestos sobre los que se apoya son fácilmente falsificables por la evidencia empírica existente y cuando las consecuencias electorales de tales estrategias -como ocurrió, entre otros casos, en EE UU en el 2000, en la Gran Bretaña en el 2001 y en Francia en el 2002- son muy negativas para la socialdemocracia o para las fuerzas progresistas gobernantes. Veamos tal evidencia. Y analicemos primero la supuesta desaparición de la clase trabajadora. Es importante observar, en este sentido, que muchos de los trabajos realizados en España que concluyen que la mayoría de la ciudadanía en España es o se identifica como clase media se basan en encuestas -que se realizan por el Estado central, así como gobiernos autonómicos o regiones metropolitanas- en las que se pide a la ciudadanía si son miembros de la clase alta, media o baja, pregunta altamente sesgada que condiciona la respuesta; la gran mayoría de ciudadanos, sujetos a este tipo de pregunta, responde como es predecible, que son de clase media. Cuando a la ciudadanía se le pregunta, sin embargo, en términos un tanto menos sesgados, preguntándosele si los ciudadanos se consideran miembros de la clase alta, media o trabajadora, hay más gente que se define como clase trabajadora (51%) que clase media (34%). En realidad, la clase trabajadora no ha desaparecido y aun cuando su composición ha ido variando (pasando de ser predominantemente industrial a ser de servicios, muchos de ellos, mujeres), continúa siendo un sector muy amplio, cuando no mayoritario, de la población. En este aspecto es erróneo asumir que el aumento del nivel de renta de la clase trabajadora la convierta en clase media, puesto que lo que define la posición social de la ciudadanía no es tanto su nivel absoluto de renta o estándar de vida, sino la distancia social existente entre los colectivos que la constituyen. Y esta distancia social no ha disminuido. Antes al contrario, en gran parte de países, incluyendo España, esta distancia social -medida por las desigualdades sociales- ha aumentado y la movilidad social ha disminuido durante los años noventa. Las clases sociales continúan, pues, existiendo hasta tal punto que la clase social de una persona es la variable más importante para explicar la educación, la vivienda, el estándar de vida, el tipo de enfermedades y los años de vida de un ciudadano. Las cifras de mortalidad hablan por sí solas. En España, como promedio, los miembros de la burguesía viven dos años más que los miembros de la pequeña burguesía, los cuales viven dos años más que los miembros de las clases medias, los cuales viven dos años más que
los miembros de la clase trabajadora cualificada, las cuales viven dos años más que los miembros de la clase trabajadora no cualificada, los cuales viven dos años más que los que tienen grandes periodos en su vida sin trabajo. Diez años de vida es la diferencia de pertenecer entre los dos polos sociales, tres años de diferencia más que en el promedio de la UE, que son siete. En EE UU son quince.
La ignorancia de esta realidad y la desaparición de la clase trabajadora en el discurso político de la socialdemocracia explica el creciente distanciamiento de tal clase hacia sus partidos modernizados. Lo que ha pasado en Francia es un caso más de lo que ha ido ocurriendo, país tras país, con la renovada socialdemocracia. La derechización de la socialdemocracia francesa moviéndose al centro durante su campaña electoral (Jospin en su discurso electoral no se basó en un proyecto socialdemócrata ni tampoco habló de la clase trabajadora, ni de políticas redistributivas, centrándose en su lugar en bajar impuestos) significó el gran crecimiento de la abstención, tres millones, la mayoría de clase trabajadora -el hecho más notable y más significativo de las elecciones-, causa mayor de su derrota junto con la radicalización de algunos sectores importantes de sus bases trabajadoras que votaron opciones más radicales. Éste es el punto más importante de las elecciones, que se ha ignorado al centrarse el debate en el éxito de Le Pen, que sólo consiguió 200.000 votos más en 2002 que en 1995.
Una situación semejante ocurrió en EE UU en el año 2000. Gore perdió las elecciones en Florida (y con ella, EE UU) por un aumento de la abstención de su base de clase trabajadora y una rotura del Partido Demócrata con radicalización de partes de su base electoral que votaron al candidato a su izquierda, Nader. Y en la Gran Bretaña, en las elecciones del año 2001 que se presentaron como un gran éxito de Blair, la abstención alcanzó niveles sin precedentes en la historia política del país. Sólo el 54% de los ciudadanos adultos que podían votar votaron, el porcentaje más bajo de los países de la OCDE (después de EE UU), de lo cual se deduce que sólo el 23% de electorado potencial votó al partido de Blair, siendo el porcentaje de voto más bajo de cualquier Partido Laborista, y constituyendo el hecho más llamativo del año 2001. Y tal como los politólogos británicos Whiteley, P.; Clarke, H.; Sanders, D., y Stewart, M. han indicado, tal abstención se centró sobre todo en los barrios de clase trabajadora.
Tal abstención también se ha ido dando en las elecciones españolas, donde la derrota de las izquierdas se ha debido primordialmente al aumento de la abstención de la clase trabajadora, la cual es todavía más acentuada en Cataluña durante las elecciones autonómicas, que, hasta hace poco, se han centrado en temas de identidad, lejanos de los enormes problemas de la cotidianeidad de la clase trabajadora y clases populares.
Este distanciamiento de los políticos socialdemócratas de sus bases trabajadoras es un caldo de cultivo para mensajes fascistas y racistas, apareciendo un fascismo que adquiere su fortaleza por las políticas de inmigración que dividen a la clase trabajadora, mediante mensajes racistas que son exitosos porque se basan en la gran inseguridad existente en amplios sectores de la clase trabajadora no cualificada, cuya situación laboral, social y existencial está ampliamente deteriorada, viendo al inmigrante como su competidor por puestos de trabajo escasos, mal pagados y por escuelas, vivienda e infraestructuras deficientes. En este panorama, la defensa de la inmigración por parte de las izquierdas utilizando argumentos para justificarla como que la inmigración es necesaria por falta de trabajadores (cuando en realidad hay 16 millones de trabajadores en Europa en paro) antagoniza a amplios sectores de tal clase trabajadora. La desaparición del discurso de clases desarma a la izquierda, limitando su argumentación a la reproducción de los argumentos conservadores. Como bien decían Martin Luther King y su discípulo Jesse Jackson (al cual asesoré en sus campañas electorales de 1984 y 1988), la alternativa al discurso racista es el discurso clasista, proponiendo programas universales que unan a los distintos componentes de la clase trabajadora y de la clase media, en lugar de políticas asistenciales que beneficien sólo a inmigrantes y a las minorías. Y es ahí donde es importante que las izquierdas recuperen un compromiso con políticas redistributivas de tipo universal, con el establecimiento de la seguridad, tanto ciudadana como económica y social, como derecho de ciudadanía. La izquierda modernizadora, sin embargo, ha desenfatizado políticas redistributivas, presentando en su lugar propuestas de bajada de impuestos, propuestas más populares entre las clases pudientes (que pagan más impuestos) que entre las clases populares, que son las que utilizan más los servicios públicos afectados por los recortes del gasto público. Todas las encuestas que se han hecho en los países de la OCDE en los últimos años, muestran que la alternativa de bajar impuestos es menos popular entre las clases populares que el aumento de impuestos para incrementar el gasto público a fin de mejorar los servicios públicos de tipo universal, no asistencial. Esta bajada del gasto público social (en España del 24% del PIB en 1994 al 20% en 2000) se presenta, con frecuencia, como necesaria para alcanzar y mantener la integración monetaria europea, con lo cual la ciudadanía asocia el deterioro de los servicios públicos con la UE. Así, la población española, que en los años setenta era la más proeuropea (debido a la identificación de Europa con democracia y Estado del bienestar) es hoy de las que muestra mayor indiferencia. Según la última encuesta del Eurobarómetro sobre opinión popular en los países de la UE, sólo el 20% de la población española señaló que 'lamentaría la desaparición de la UE', uno de los porcentajes de indiferencia más altos de la UE. De ahí que el tema de discusión hoy en respuesta al desencanto generalizado hacia la UE no debería ser si se necesita más o menos Europa, sino qué tipo de Europa: la Europa del capital financiero (que está imponiendo gran austeridad social) o la Europa social del ciudadano normal y corriente que todavía no existe.
Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas en la Universitat Pompeu Fabra.
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