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Columna
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Partidos

Desde Angelo Panebianco la literatura encomiástica sobre partidos políticos anda ya en desuso. Un diagnóstico a propósito de su recorrido funcional y estructural ha puesto de manifiesto que el presunto romanticismo de las causas dio paso a la tozudez del afloramiento permanente del poder como leit motiv dentro de esas organizaciones. Los partidos, pues, los que fueron como clubes de élite, y los partidos máquina de masas o para la captación, dominio y conducción de las masas, los de clase o los virtuales, los ambiguos o los ideológicos, los temporales y los de estilo movimientista ya hace tiempo que no ocultan lo que son: instrumentos para alcanzar el poder, para mantenerlo y, si es posible, no compartirlo con otros.

Por eso, si a las distancias que los partidos marcaron con movimientos reivindicativos -sindicatos-, con ideologías, y hasta con sus tradiciones metamorfoseándose en sus propios acomodos les faltaba algo, vino el acuerdo de los founding parties para establecer más restricciones mediante sofisticados o directos instrumentos: las cláusulas de exclusión ideológica y las de exclusión electoral. La primera la patentaron en democracia los alemanes en su posguerra (ni nazis ni comunistas podrían actuar dentro de la legalidad), la segunda, adquirió mayor éxito, y se entronizó en buena parte de los países que adoptaron sistemas electorales de carácter proporcional. Con una se criminalizaba ideas y se ofrecía un precedente para uso de imitadores, con la otra, se confiscaba la renta electoral de los pequeños en favor de los grandes al tiempo que se les disuadía de concurrir inútilmente a las elecciones.

De la segunda está servida España. Incluso en municipios donde vendría bien que las minorías saliesen de la algarada y el underground, la cláusula de exclusión las estigmatiza para que continúen en la cuneta de los sin apenas voz y sin voto. Esa fórmula excluyente incrustada en la débil democracia española por los grandes se va a ver ahora acrecida con otra, vía Ley de Partidos, hecha también a su medida que con el encomiable pretexto de atacar, entorpecer y liquidar legítimamente las actividades de aquellos militantes de las diversas organizaciones partidarias o de tipo movimiento de Batasuna que cometen delitos de terrorismo se ha sellado un pacto donde algunos derechos de que disfrutan ellos les serán directamente negados a otros.

Ni los retoques de última hora pactados por PP y PSOE permiten alejar de la ley la sospecha de que en su celo legítimo por erradicar el terrorismo -que nadie puede poner en duda- el macro-partido PP-PSOE invade el Estado de Derecho, tergiversa los principios más elementales del Derecho Penal, se olvida de que los delitos -también los de terrorismo- los cometen personas, individualmente o en comandita, asociándose o precisando acciones u omisiones de quienes son necesarios para lo primero o responsables de lo segundo, y que las siglas, en tanto que marca, no son reo de delito, aunque den como argumento que se persigue castigar la actividad delictiva y no la mera suspensión de un partido. La renuncia final a pisotear el principio de irretroactividad en la ley no empece para que el mantenimiento de fórmulas donde se apela al fraude de ley como argumento suenen a eufemismo que bordea la irretroactividad, y la traslación del Parlamento al Gobierno de la auténtica iniciativa para la ilegalización no deja de ser un formalismo que alimenta su buena conciencia.

Vicent.franch@eresmas.net

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