La mala calidad de una ley
No, no me refiero a la Ley de Partidos, aunque motivos haya, sino a la de Calidad que nuestra incansable ministra de Educación piensa imponer a los estudiantes y que ha provocado, en materia religiosa, la alegría de los obispos y la preocupación de muchos ciudadanos. Como no pertenezco a los primeros, intentaré hacerme eco de los segundos.
El anteproyecto de ley establece un área con dos opciones, ambas obligatorias, evaluables y computables a efectos de nota media. La primera consiste en catequesis de la confesión religiosa del alumno si ésta tiene suscritos pactos de colaboración con el Estado. La segunda tiene por objeto los valores cívicos y constitucionales junto con el estudio del fenómeno religioso 'desde una perspectiva laica', en palabras de la ministra. Con esta segunda asignatura se satisface el deseo episcopal de endurecer la anterior alternativa a la catequesis (la Ética), demasiado atrayente, amén de que, según el fundamentalismo moral de la jerarquía eclesiástica, era peligroso impartir una ética laica que pudiera no coincidir con la que impone y monopoliza la Iglesia oficial como derivación, considerada obvia y natural, de su dogmática religiosa.
De entrada, ya es preocupante tal presunto endurecimiento de la alternativa a la catequesis. Significa que, ante objeto tan duro como los valores cívicos, los alumnos se inclinarían por la blandura religiosa, más fácil de asimilar, según parece. Pero esto no sólo implica una opción más pragmática que sincera, sino la contradicción más absoluta con una religiosidad auténtica. Pues, ¿qué supone optar entre religión confesional y valores cívicos?
Para los catequizables supone un dilema falso y perjudicial, obligándoles, mal que les pese, a considerar la creencia religiosa más valiosa que la cívica y a perder un saber fundamental para su propia fe y para su convivencia. Aquélla debiera ser más altruista, solidaria y responsable en méritos de su religiosidad, y ésta, a su vez, mejor fundada si no separa la trascendencia de un Más Allá de las cuestiones humanas del más acá. Que optar por el catecismo no debe impedir el saber cívico ya lo había dictaminado hace años el Tribunal Supremo al declarar que la asignatura alternativa a la religión no podía ser obligatoria porque se discriminaría a quienes no la recibieran al optar por la confesional. Y es que el origen de dicha alternativa fue que se enviaba a recreo a los que querían ser catequizados; privilegio no consentido por quienes, por muy píos que parecieran, se sentían discriminados en tal favor.
Hay que recordar que los pactos suscritos por el Estado con las confesiones religiosas son de colaboración, no de sustitución. El Estado español es aconfesional, según indica la Constitución. Puede poner aulas, pero no imponer como obligatorias asignaturas confesionales, pese a que sean opcionales para los alumnos. En sana lógica, son las comunidades confesionales las que han de adoctrinar a sus fieles. Prueba de ello es que, en la escuela pública, se encomienda esa tarea a profesores que designan ellas y a los cuales, dicho sea de paso, se les niegan a veces derechos laborales reconocidos por el Estado, y eso en nombre de una moral confesional contraria a los derechos fundamentales garantizados a todos por la Constitución. Nos hallamos, pues, ante el aprovechamiento de unos bienes públicos por entidades particulares que logran además del Estado una coacción indirecta sobre los jóvenes creyentes para que acudan por obligación a una catequesis que, por lo visto, no encuentran en el seno de su familia espiritual o a la que no acudían por libre voluntad.
La futura Ley de Calidad añade a esta inconstitucionalidad de base el disparate pedagógico ya citado de un dilema negativo para la religiosidad seriamente entendida. Una catequesis no puede ser una asignatura, aunque cabe que la escuela pública colabore materialmente aportando espacios y horarios al margen del currículo escolar. No cabe duda que si la catequesis es inteligente, profunda y más vivida que dogmática puede aportar valores positivos a una persona vinculada por lazos familiares a una religión concreta. Parece oportuno, pues, que su enseñanza sea voluntaria y que no se incluya como una asignatura más a la hora de su evaluación académica.
En cambio, parece tan necesario como urgente enseñar obligatoriamente a todos los estudiantes los valores cívicos y constitucionales, así como el valor de toda religiosidad en sí, la importancia cultural de todas las religiones y el conocimiento de las que mayor influencia han tenido en la construcción de la nuestra, pues conociéndolas con toda objetividad, se comprenderá mejor en qué consiste o en qué podría consistir el acervo cultural del que formamos parte. De ese modo podrían paliarse la incultura insensible que predomina en la juventud de hoy y de la que somos responsables quienes, pese a presumir de país religioso, nada o muy poco hemos hecho por trasmitir saberes y valores de tal signo.
La unión de ambas asignaturas -o los dos contenidos citados en una sola- debiera procurar la comprensión bien informada de las diversas creencias y el respeto a todas ellas. Ese sería uno de los valores cívicos de mayor necesidad inmediata. En una sociedad cada vez más pluricultural y pluriconfesional, la tentación xenófoba, disfrazada de religiosidad castiza, toparía con el rechazo maduro y consciente de una nueva generación abierta y verdaderamente cívica, pluralista y democrática: no se darían espectáculos tan denigrantes como los vividos hace días a causa de la construcción de una mezquita. Nuestros nuevos conciudadanos musulmanes se merecen unos ciudadanos, cristianos o no, educados como Dios manda; es decir, educados en la convivencia respetuosa y generosa.
Mala calidad, pues, la de esta amenazante Ley de Calidad por lo que respecta a la religión y a los valores cívicos. Ni una ni otros salen ganando y, en cambio, todos los jóvenes alumnos salen perdiendo.
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