Del 'calçot' a la haba
Una vez, un ampurdanés me dijo que en el Baix Camp lo quemamos todo. En realidad hablaba de dos cosas muy concretas: la cebolla tierna -o, mejor dicho, grillada o germinada- que llamamos calçot, y la haba, que en este caso lleva el nombre de faves de gitano. El ampurdanés había oído hablar de los calçots, pero nunca de las faves de gitano, y es que, por suerte o por desgracia, aún es una tradición culinaria que no se ha movido de su reducto, y si ya se comen calçots, por ejemplo, en la Costa Brava, difícilmente podremos degustar unas faves de gitano lejos del entorno del Baix Camp.
Actualmente, todo el mundo sabe qué es una calçotada, pero no tantos de dónde sale un calçot. El proceso dura todo un año y es un trabajo laborioso que requiere paciencia y dedicación. Entre enero y febrero se planta el semillero de la cebolla, que ha de ser de modalidad blanca, y a finales de julio se arranca el bulbo ya hecho. Ahora se trata d'escapçar cada cebolla, es decir, cortar un trozo y volverla a plantar sin enterrarla del todo. A los pocos días las cebollas empezarán a grillarse (a germinar). Es el momento de calçar-les, que quiere decir enterrarlas al tiempo que crecen. De cada bulbo pueden salir de ocho a doce calçots, que están a punto a mediados del mes de enero.
Curioso: las 'calçotades', cuya temporada concluye, se han extendido a la Costa Brava. No así las 'favades'
La calçotada es una fiesta de tradición familiar, un día para reencontrar viejos amigos en torno a una mesa, ensuciarse mucho los dedos y reír y beber mucho. Para la gente del Camp de Tarragona, especialmente Valls, una calçotada es alguna cosa más que comer cebollas tostadas, es una gran fiesta en el campo, bajo el cobertizo del tros o -si llueve- protegidos en el pajar donde antes se guardaban los utensilios del campo y ahora se coloca el coche.
Estos trossos -como se llaman por aquí las parcelas- comienzan a estallar con todo su esplendor precisamente en la temporada del calçot. Es cuando los almendros florecen en un suave manto de oruga silvestre -la ravenissa-, esa flor blanca que cubre todo el campo. Despuntan las primeras yemas de los avellanos, de las higueras. Tierra áspera de olivos y algarrobos que tan bien supo captar el pincel de Miró, o antes el de Mir.
Los naranjos ofrecen la mejor fruta, que es ideal para refrescar la boca después del empacho de cebollas y carne, porque no existe una calçotada que se precie sin costillas de cordero y butifarra a la brasa. Así como tampoco sin alcachofas escalivadas, ni tomates ni berenjenas, ni una contundente rebanada de pan tostado. Todo regado con el imprescindible aceite de oliva DO Ciurana: ni demasiado suave ni tampoco demasiado fuerte, y con el punto de acidez adecuado. Un aceite que casi se puede beber, de tan bueno como está.
Pero con el delirio que existe desde hace unos años por las calçotades, la temporada se alarga cada vez más, hasta tal punto que se comen calçots sufriendo los primeros calores, con los almendros repletos de almendrucos y la parra del cobertizo que despunta de racimos. No aconsejaría a nadie comer un calçot demasiado tardío: la cebolla vieja se entrempa, o lo que es lo mismo, queda demasiado dura, como tampoco es recomendable un calçot demasiado grande porque resulta aguado, poco gustoso.
Comer un calçot requiere una buena técnica, pero se aprende rápido. Es, quizás, para un profano, uno de los atractivos, como lo es el hecho de comer con los dedos, o de tener toda la licencia para ensuciarse, sin contar con la popularidad que está adquiriendo, posiblemente gracias a las xatonades populares, la salsa de romesco, eje básico para que una calçotada funcione. Un romesco mal elaborado destroza toda la fiesta; por eso, la gente del Camp de Tarragona tiene mucha vista a la hora de escoger al responsable de la salsa, que, normalmente, en las calçotades familiares, elabora siempre la misma persona. Si el romesco triunfa, el romescaire recibirá el más grande de los elogios.
Quizá por la fiesta que la envuelve, o quizá por la curiosidad de una cosa nueva, lo cierto es que las calçotades han cruzado las fronteras del Camp de Tarragona y se han expandido incluso más allá del mar. Lo que resulta insólito para alguien que la ha hecho toda la vida en el campo es encontrar calçots en las cartas de los restaurantes; naturalmente se presentan ya pelados y el cliente evita ensuciarse. En tiempo del calçot se pueden ver colas de autobuses llegados de todo el país que se acercan a Valls para comprobar 'qué es eso de la calçotada que dicen que es tan divertido'.
Pero ahora el calçot ya nos dice, prácticamente, adiós y llega la hora de las habas, que se convierten en otra fiesta campestre. Dice Joan Amades que es una tradición del Baix Camp y lo cierto es que poca gente fuera de este entorno lo conoce. La manera de cocinar unas faves de gitano no difiere mucho de la de los calçots. Se trata de colocar las vainas enteras encima de una parrilla que va al fuego. Normalmente las vainas se ensartan con un alambre formando un collar que facilita su manipulación. La vaina queda bien ennegrecida y lo que se come es el haba de dentro mojada -como el calçot- en la salsa de romesco. Debe vigilarse que las habas no se quemen o no se sequen demasiado porque entonces sólo serían buenas para tirar.
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