La Cenicienta
Apagados los ecos de la victoria del Valencia CF, ha aparecido un nuevo objeto del deseo en el horizonte ciudadano. Ya era hora. No hay nada peor que tener a la ciudadanía sin algo a lo que aspirar. Los ciudadanos que no aspiran, espiran, terminan sacando la mala leche, y la vida social se vuelve incómoda, ominosa, agobiante. Aspirar es inhalar todo lo que quieran darnos, o sea, ver televisión, mucha televisión. En cambio, espirar es exhalar, manifestar opiniones, con un plus de peligro añadido que a nadie se le escapa.
La cosa se venía preparando desde lejos, pero ahora ha estallado. ¿Que de qué estoy hablando? De Rosa, claro, de qué va a ser. El otro día, miles de jóvenes valencianos, mojados como pollos, vieron con frustración cómo se cancelaba a la mitad el concierto monstruo de Operación Triunfo en la plaza de toros. Hace poco, se celebraban las pruebas de un casting actoral, organizado por Canal 9, para un programa parecido, las cuales reunieron a varios centenares en el Teatro Principal de Castellón. Casi al mismo tiempo, otro casting de Tele 5 en Valencia congregaba a decenas de aspirantes. Los chicos de ahora se han vuelto sensatos y realistas. Por mucho que les admiren los héroes del fútbol, saben que ser deportista de élite está al alcance de muy pocos. Pero ser como Rosa (o como los David, verdaderos Cástor y Polux del universo mediático)..., esa es otra cuestión.
Ustedes los semiólogos siempre sacando las cosas de quicio, me dirán. ¿Qué tiene de particular el lío que se ha montado con Rosa? ¿Acaso no es una simple operación de marketing para vender discos? ¿No hacen lo mismo las editoriales cuando exhiben impúdicamente a sus escritores en la caseta de la Feria del Libro, las entidades de seguros médicos cuando te mandan un folleto con el listado de sus facultativos agrupados por especialidades, los partidos políticos cuando presentan a sus candidatos en el mítin de apertura de campaña? Sí y no.
Porque ninguna de estas razones comerciales selecciona a sus empleados mediante un concurso. En realidad, lo de Operación Triunfo se parece más bien a lo que hace el Estado cuando saca en el BOE la lista de opositores admitidos a las pruebas de lo que, no por casualidad, se llama concurso-oposición.
Con todo, no me interesa elaborar aquí una taxonomía de las pautas de selección profesional de las empresas. Mucho más me importa reflexionar sobre el significado histórico de Operación Triunfo y, sobre todo, de la figura de Rosa.
Si se fijan, hacía mucho que las televisiones españolas, tan adictas a los concursos, no arbitraban una fórmula semejante. Concursos ha habido muchos y de todas las clases, pero siempre tenían algo en común: el premio era una cantidad, en metálico o en especie, la cual suponía para los concursantes un incentivo muy superior al posible plus de celebridad que su aparición en el concurso podía reportarles. ¿Quién se acuerda hoy de los innumerables concursantes que pasaron por los programas de las cadenas españolas en el último cuarto de siglo? Estos concursos televisivos premiaban a sus participantes privilegiando ora la habilidad mental y manual (Pasapalabra, La unión hace la fuerza), ora el puro azar (Un, dos, tres, El precio justo). Más o menos como jugar a las quinielas o a la bonoloto.
La irrupción del costroso Gran Hermano introdujo un matiz diferencial, sin duda al calor de las nuevas posibilidades interactivas abiertas por la técnica: se propuso adoptar como criterio la popularidad. Y, en efecto, Gran Hermano es la referencia en la que se apoyan los analistas para explicar Operación Triunfo.
Pero se equivocan. La popularidad de los concursantes de Gran Hermano no supone el deseo de emularlos, los atisbamos morbosamente en la pantalla porque nos parecen horteras, groseros, unos desgraciados. La pasión que despertó, y todavía despierta, este programa es dionisíaca, se relaciona con el fondo oscuro de cada uno. Operación Triunfo es otra cosa. Lo que se nos propone es una popularidad merecida, un brillo social apolíneo. Rosa es una buena chica que merece triunfar y que, a pesar de tenerlo todo en contra, triunfa. Rosa es la Cenicienta del cuento, la hermana buena entre las hermanas malas.
No les oculto que el personaje de Rosa me inspira simpatía y que me alegraría que la noche de Tallin le fuese propicia. Sin embargo, no dejo de tener una sensación agridulce. El problema es que los programas más cercanos que recuerdo de este mismo cariz son festivales como el de Benidorm, en plena automoribundia franquista, de donde salieron algunos ídolos de la modernidad que todavía promocionan la Comunidad Valenciana por esos mundos. Nada menos. Es verdad que en el siglo XXI, en la era de la liberación de la mujer, la Cenicienta ya no necesita un príncipe real para triunfar. Pero aun así, que Rosa, la chica pobre, buena y trabajadora, no dependa para su promoción personal de mecanismos colectivos automáticos, como la educación, sino de que un príncipe virtual se fije en ella, da mucho que pensar sobre el estado del bienestar que estamos construyendo. Las candilejas, como su nombre indica, siempre encandilan a los jóvenes (y no tan jóvenes) de todo el mundo. Mas esta especie de histeria colectiva en la que ha caído la juventud española lo que viene a significar es que pintan bastos en nuestro futuro y que, por ahora, lo único que va bien son las empresas que promocionan candilejas.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
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