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Columna
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Sagunto, la guerra púbica

No es que los políticos en ejercicio, no sean cultos, que algunos lo son como otros son miopes, artríticos o asmáticos. Es que la cultura, como la miopía, la artritis o el asma, es un contagio y un desperdicio de tiempo: da pocos votos y los votos que da siempre salen pringados de hexámetros, cascotes ibéricos y op art. Por eso el político de posibles tiene a mano un personal de confianza y muy cualificado, que le redacta los discursos y le sopla, discreto, la autoría del best-seller de moda Pero como últimamente los políticos ni siquiera son de este mundo, ni de la calle, ni del mercado de verduras, sino de una ficción sin pavimentar, a veces, se quedan tan en suspenso, como el AVE en Bruselas, y ya no aciertan por dónde tirar. Los políticos de este país suele acreditarse de histriónicos, inamovibles y chinchorreros, pero también padecen en sus cerebelos el tedio de la conchabanza y la soledad del púgil que hace guantes con su sombra. Y entonces o les entra la hipocondría o se ponen a darle vueltas a la perola. Y, miren ustedes por dónde, en una de esas vueltas a la perola se les ha aparecido lo del Teatro Romano de Sagunto. Qué revelación. Como para los políticos eso de las ruinas es cosa de arqueólogos, arquitectos, académicos y gentes así, han decidido trasladar su arsenal dialéctico y sus catapultas de descalificación, al Teatro Romano, que ya es un teatro de operaciones electorales. Pocas veces la política que tanto tiene de comedia bárbara se habrá representado en un escenario tan suntuoso.

Sin duda, los sueños de la rutina producen fantasías. De otra forma, no se entiende cómo unos señores que se aplican al sopor y a la crianza de carnes, en los escaños de las Cortes, y, en ocasiones, a una retórica de muelles y afilada hoja cabritera, se hayan aventurado en el campo raso del romanticismo, donde Martínez de la Rosa evoca una Pompeya de templos arrasados, y el duque de Rivas se dirige a los intrusos en octavas reales, sin que ni la Marcela ose arrebatarle la palabra. Pero nuestros políticos van más lejos: van a usurparle las gestas a romanos y cartagineses. La supuesta pifia de los arquitectos Grassi y Portaceli, en la rehabilitación del Teatro, cuando el PSPV lideraba la Generalitat, puede ahora demolerse, por el Consell del PP, según la subsecretaria de Cultura, Carmina Nácher, en otra pifia descomunal, con dineros por delante. Millones con los que se podría rescatar mucho patrimonio histórico y artístico, sumido en la dejadez, comentó un amigo juicioso, al cronista. ¿Y los vecinos de Sagunto?, ¿acaso tendrán que inmolarse de nuevo a tanta inclemencia? Ya se han escuchado voces solventes pidiendo que se deje en paz la obra nueva, aunque no guste a muchos. Y es seguro que aún se escucharán otras. Tenemos una sentencia, dicen. Y también sus interpretaciones. ¿Adiós a las armas?, ¿o abrasamos la razón y soltamos los elefantes? El cronista se arma un lío en este punto: por número de legiones y victorias, Zaplana tendría que hacer el papel de Escipión, y Pla el de Aníbal Barca, mientras Ribó y Mayor asumirían la jefatura de las tribus indígenas. Pero nunca sería otra gloriosa guerra púnica. Sería una guerra librada por lo que queda más abajo del vientre: una sucia guerra púbica.

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