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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Ellos, en el jardín

De esa fotografía no ha quedado gran cosa, casi todo el fondo se ha desvanecido, las personas comienzan a desaparecer. El fondo: un rincón de jardín con un muro de piedra, lo que se me antojan arbustos o árboles, lo que creo que son flores, más próximas, a la izquierda, antes blanco y negro, ahora castaño y gris. Las personas: mi abuela con cinco o seis años, en brazos de su padre, su madre de pie, inclinada hacia ambos. Mi abuela parece rubia, con los ojos húmedos, con un vestidito blanco, sentada en brazos de su padre que a su vez se sienta, con cuello duro y bigotes, en el muro de piedra. Se nota que le empieza a faltar pelo, se notan algunas arrugas, la ausencia de cintura de los hombres de mediana edad. La madre de mi abuela con una especie de rodete o algo así, un asomo de sonrisa forzada en algún sitio entre lo que debe de ser el mentón y lo que debe de ser la nariz. Resisten sus pupilas, nítidas, semejantes a los círculos de plástico con los que nos miran los muñecos. Ninguno de ellos observa la máquina. Mi abuela tal vez, transparente en la foto, con algo de aparición o de esas imágenes de los sueños. Le falta cierta perversidad sabia y amable, común a los niños bien educados y a los personajes de Henry James, así como le falta la mitad de la mano derecha y una parte del brazo. El cuello del vestidito blanco debe de haber sido de encaje. Los dedos de su padre descansan en su hombro. Cuando la conocí era la única sobreviviente del retrato y no le faltaba ninguna mano. Sus padres seguían en marcos separados, graves, intransigentes, mi bisabuelo con una expresión de asombro. Jugaba con las condecoraciones de él, guardadas en un armario. Después de cenar echaba una partida de billar con su hija

Cuando no haya nadie que se interese por ella la fotografía habrá tocado a su fin

había salas de billar en las casas de esa época

mientras mi abuelo, con uniforme de cadete de la Escuela de Guerra, la rondaba, esperanzado, bajo la ventana. Mi abuela decía que descorría las cortinas con el taco para que él la viese. Nunca vi a mi abuelo uniformado: usaba una chaqueta de lino y leía el periódico en el balcón. Siempre me acuerdo de él leyendo el periódico en el balcón de la Beira Alta o pendiente de los truenos en la sierra. Murió cuando yo tenía doce años. Un hombre callado

no recuerdo su voz

pendiente de los truenos y leyendo periódicos. ¿Qué habré heredado de él, de su sangre? No me hacía ni caso, yo tampoco le hacía ni caso, así que estábamos a la par. Cuando supe que había muerto me di un susto tremendo: era la primera persona conocida que se moría. Aún hoy no sé qué significa morir. Pensándolo mejor, tal vez nos hacíamos caso

no del todo, no mucho

el uno al otro. Por lo menos prefiero creer que era así. Después de tantos años, mi abuela sigue enamorada de él. Yo sigo enamorado de mi abuela: los domingos almorzaba en su casa, su mano me cogía de la muñeca sobre el mantel. Aún recuerdo sus anillos de colores. Abuelita. Qué estupidez llamarla abuelita, no había nada de abuelita en ella. Cuando se aburría recorría la sala de un lado al otro, alta, erguida, seria. Me trataba de

-Hijo mío

me daba dinero de un cofre que, no sé por qué, se encontraba en la mesa del oratorio. Las monedas venían en cilindros de papel. Y de repente, hace poco tiempo, me encontré con ella en la fotografía en la que casi todo el fondo se ha desvanecido. Ninguna fecha atrás, ninguna palabra, esa tinta violácea con la que escriben los difuntos, con una letra inclinada y preciosa, de trazos finos y gruesos. Nada a no ser una niña de cinco o seis años en brazos de su padre, y su madre de pie inclinada hacia ambos, con mangas largas, falda larga, algo en la manera de peinarse que ha devorado el tiempo. En uno de los ángulos de arriba una despensa, un porche. Una despensa. No, un porche. O ni despensa ni porche, una mancha de yodo. El padre de mi abuela ha perdido los zapatos, los tobillos, creo que una tercera parte de los pantalones. Tres fantasmas remotos, hechos de olvido y silencio. Sobre todo de silencio, diluyéndose despacio, indiferentes, en una nube confusa, retrocediendo más allá de la memoria, a donde no los puedo alcanzar. El muro de piedra debe de haberse acabado también, la vivienda a la que pertenecía el muro y hasta la calle de la vivienda. Pero la niña permanece, rubia, con los ojos húmedos y el vestidito blanco. Y ninguno de ellos sonríe, no se oyen bolas de billar en el piso de arriba, no hay cadetes bajo la ventana, ni un taco que descorra las cortinas. Me resulta difícil imaginar a mi abuelo requebrándola, abandonando el periódico y los truenos para hacerle la corte. La sonrisa forzada de la señora se va esfumando; dentro de unos meses, tal vez, ya no quede siquiera el contorno. Y cualquier día yo, por mi parte, dejaré también de ser: cuando no haya nadie que se interese por ella la fotografía habrá tocado a su fin: el cuello del vestidito blanco que debe de haber sido de encaje, los dedos que descansan en su hombro. Un hombre cualquiera trajo una máquina con trípode hasta el rincón del jardín, cubrió su cabeza con una tela negra, pulsó un botón. Es lo único que no aparece en el retrato, lo único que no sé cómo fue. Encuadró a los clientes, les pidió

-Hagan esto, hagan lo otro

si acaso corrigió una pose, comprobó la luz, ajustó del otro lado del aparato una imagen desenfocada, invertida, asomó fuera de la tela negra

-Atención

y ni siquiera firmó su trabajo. Después juntó los pies del trípode, colocó las lentes en una caja, se marchó. Más allá del escenario hay un retazo de cielo vacío, inútil, distante, después de los arbustos o las flores o los árboles. Quizá sea el cielo. O el mar. Pero puede muy bien tratarse de las lágrimas del fotógrafo.

Traducción de Mario Merlino.

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