Un científico humanista
Max F. Perutz (1914-2002), recientemente fallecido, fue uno de los fundadores de la biología molecular, a cuyo desarrollo contribuyó con numerosos descubrimientos, el más importante el de desentrañar la extraordinariamente compleja estructura atómica de la hemoglobina, la proteína de las células rojas de la sangre que lleva el oxígeno de los pulmones a los tejidos y facilita el regreso del dióxido de carbono desde los tejidos a los pulmones, descubrimiento que completó en 1953 y por el que recibió el Premio Nobel de Química de 1962, que compartió con su discípulo John Kendrew, que lo obtuvo por sus trabajos sobre la mioglobina.
Pertenece pues Perutz por derecho propio al reducido grupo de científicos de primera clase, aquellos cuyos nombres se recordarán durante bastante tiempo. Sucede, no obstante, que muchos de esos grandes científicos que merecen ser recordados en nuestros registros, no siempre tienen demasiado que contar fuera de sus ímprobas y meritorias investigaciones; que como seres humanos no se distinguen particularmente de la mayoría de sus semejantes.
LOS CIENTÍFICOS, LA CIENCIA Y LA HUMANIDAD
Max F. Perutz Traducción de Leandro Sanz Granica. Barcelona, 2002 454 páginas. 24 euros
Max Perutz no fue de este ti
po: vivió una no siempre fácil vida, aunque sin duda interesante; una vida que le llevó de su Viena natal y la química a, en 1936, Cambridge y la bioquímica y biología molecular, para encontrarse de repente, náufrago y víctima de las tempestades provocadas por la Segunda Guerra Mundial, en campos de internamiento en Inglaterra y Canadá, como 'extranjero enemigo', 'para evitar', escribió con una mezcla de ironía y dolor, 'que nos fugáramos para ayudar a nuestros enemigos mortales'. Superó, sin embargo, aquel trance y terminó ayudando a su patria adoptiva en la guerra, una patria en la que continuaría trabajando el resto de su vida. Pero tampoco una vida interesante va asociada necesariamente a atributos como sensibilidad, curiosidad por todo aquello relacionado con los humanos, o capacidad reflexiva; mucho menos, claro, capacidad literaria. Perutz sí poseyó ese tipo de características. Los científicos, la ciencia y la humanidad constituye una buena prueba de tales habilidades. Se trata de un libro que reúne 28 ensayos, muchos de ellos reseñas publicadas en The New York Review of Books o en el London Review of Books, lugares en los que no es frecuente encontrarse con científicos.
Son diversos los temas que se abordan en tales ensayos. Un grupo de ellos comenta biografías o autobiografías de científicos eminentes, como Fritz Haber (¿Amigo o enemigo de la humanidad?), Leo Szilard (El hombre que patentó la bomba), Andréi Sajárov (El diseñador de bombas que se volvió disidente), François Jacob (Por la liberación de Francia), Rita Levi-Montalcini (La hormona que hace crecer los nervios) o Peter Medewar (Embriagado por la ciencia). Son capítulos deliciosos, que combinan la presentación de caracteres tan atractivos y peculiares como Szilard, Jacob o Medewar, con la de otros en los que se ponen en evidencia difíciles cuestiones. El caso de Haber aplicando su ciencia, la química, una veces para fines destructivos, como fue poner en marcha la guerra química durante la Primera Guerra Mundial, y otras para desarrollar un proceso de síntesis del amoniaco, que permitió fabricar fertilizantes artificiales, que evitaron que muchos pasaran hambre; o el de Sajárov navegando en su autobiografía por las procelosas aguas de la moralidad: 'Las historias más trágicas tienen su lado irónico', escribe Perutz en unas tan poco frecuentes como necesarias manifestaciones, 'pero Sajárov parece no haber percibido el de su propia vida... Su libro no contiene indicios de arrepentimiento, aun cuando aconseja a Occidente que la única manera de inducir a la Unión Soviética a eliminar sus gigantescos misiles balísticos intercontinentales y de mediano alcance es desplegar, como fichas en la mesa de apuestas, armas equivalentes. ¿Se habrá olvidado que esas armas eran, en parte, de su invención?'.
Merece la pena destacar tam
bién la narración que hace de sus peripecias durante la guerra de 1939-1945, sus consideraciones sobre la tuberculosis y otros antibióticos, o el capítulo que dedica a combatir los esfuerzos que efectuó Gerald Geison por incluir a la obra de Louis Pasteur en el marco de la corriente sociológica según la cual los resultados científicos son relativos y subjetivos: 'Yo propongo', escribe Perutz, 'deconstruir su deconstrucción (la de Geison) y restaurar la imagen predominante, que es la correcta'.
No debe pasarse por alto tampoco el que algunos capítulos (por ejemplo, El segundo secreto de la vida, en el que explica diversos aspectos de su descubrimiento de la estructura de la hemoglobina, o La invención del análisis con rayos X de W. L. Bragg) pueden ser de difícil lectura, pero hasta cierto punto de esa forma Perutz cumplió con otro deber que incluso se puede considerar de carácter 'moral': transmitir a sus lectores la idea de que la ciencia es hermosa y útil, pero también exigente.
Desgraciadamente, hay una serie, no demasiado extensa, de defectos en la traducción (al menos, contemplada desde este lado del Atlántico) que ensombrecen la calidad de la obra; defectos como empeñarse en traducir 'to lecture' por 'dar clase', cuando es 'dar conferencias', utilizar la expresión 'testear' y no 'comprobar' o 'probar', o 'papers' en lugar de 'artículos'.
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