Ronda
CUANDO, en 1950, el cineasta francés, de origen teutón, Max Ophuls rodó La ronda, basada en la obra teatral del mismo título, publicada en 1903 por el escritor vienés Arthur Schnitzler, la hizo girar en torno a un tiovivo. En realidad, daba igual que el artefacto ferial elegido como metáfora fuera un tiovivo o una noria con tal de que su movimiento continuo no llevase a ninguna parte, de que girase sobre sí mismo, como las pasiones humanas, tan bien descritas por el poeta castellano Francisco de Aldana: '...Todo apretar, nada cogiendo...'. Nuestra lengua es pródiga en términos que aluden, con diversa intención, a este mismo circular vicioso, como 'rondar', 'rondalla', 'rondó' o 'de rondón', expresiones todas que, con o sin música, indican el vértigo de marchar sin rumbo, estar a la que salta, dejarse llevar, colarse, danzar... En cualquier caso, el tiovivo de Ophuls marca un mismo centro giroscópico: el que encadena historias amorosas rotando sin poder salir de su mismo eje de ilusión. De esta manera, que el baile comience con una prostituta que se ofrece gratis a un soldado raso y que termine con un flamante oficial de húsares aristócrata que se despierta en un burdel tras una noche de jarana, no significa otra cosa que la relación amorosa será siempre una circulación rodada, el dar vueltas sobre lo mismo del puro anhelo.
A Schnitzler, más popular entre nosotros tras la adaptación cinematográfica de su vertiginoso Relato soñado por parte de Kubrick en la película Eyes wide shut (1999), sus contemporáneos le conocían como el 'Maupassant vienés'. Lo recuerdo no sólo porque, apenas un par de años después de dirigir La ronda, Ophuls rodara El placer, un conjunto de historias tomadas del citado escritor francés, sino porque, en este caso, el modelo de composición que armaba su urdimbre fílmica era el más clásico de un ángulo recto, en vez del barroco de la curva. El genio pictórico de lo curvilíneo fue, sin duda, Rubens, pero no sólo por el encandilamiento sensual que le producían las formas anatómicas femeninas, sino por su pasión por el movimiento sin fin. En el siglo XVIII, los galantes admiradores franceses del maestro flamenco, como Watteau, codificaron la composición rubensiana con el nombre de ondoyante, 'ondulante', porque se encabalgaba con el monótono ritmo de las olas, las infinitas volutas del mar, siempre recomenzado.
Dotados de un mismo cínico espíritu materialista, como corresponde a unos románticos desfasados, Maupassant y Schnitzler escribieron bellas historias eróticas, en las que nada es lo que parece, ni nadie encuentra lo que busca; pero, a partir de ellos, el acierto de Ophuls es haber comprendido que el ángulo recto es trágico, como el placer, mientras que la ondulación es cómica, como el tiovivo de las ilusiones.
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