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Columna
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Besos

José Luis Ferris

A falta de un artilugio de precisión que sea capaz de calibrar los estados afectivos, el beso es la mejor y más natural manera de medir el momento en que se halla nuestra vida amorosa. Basta con hacer la prueba. La próxima vez que entreabra sus labios para buscar los de su pareja habitual tome nota de lo que siente al probarlos. Si la experiencia no le trasmite nada, es decir, si el beso en cuestión no encuentra algún resquicio de sorpresa, si es un beso vacío de contenido, neutro, si no provoca en usted una mínima reacción somática, en cadena, que afecte de un modo elemental ciertos órganos más o menos vitales, si no existe secreción íntima alguna y ni siquiera se aprecia un gramo de aventura en el intento, conviene que haga un alto en su ritmo cotidiano, se coloque frente al espejo y reconozca de una vez que su relación amorosa ha alcanzado un grado de consistencia lamentable, un estadio plano y trivial, una fase de normalidad tan acusada que sólo le falta rubricar su propia sentencia para seguir disfrutando de treinta años y un día de mansedumbre y hastío. Aunque quizá no sea éste su caso y el beso que recibe o que regala del modo más generoso a la persona que ha irrumpido en su existencia tenga el aroma inconfundible de lo nuevo, un sabor que le resulta familiar, sí, pero que alberga al mismo tiempo un punto de frescura capaz de estremecerle, de pillarle a contralengua o con la respiración cambiada. Hay quienes viven sin haber conocido esta segunda modalidad, quienes se conforman con cumplir con la fría estadística de uno o dos intercambios bucales por semana, siempre sobre el tálamo, y como obligado preludio al acto copulativo. Y hay quienes ni eso, porque el beso para ellos es una estúpida retórica apta sólo para debutantes.

Le aconsejo que no se tome a broma el asunto. El beso es una de las formas más primitivas de comunicación y puede que también la última. Es de fácil aplicación. Cualquier lugar es bueno, aunque la oscuridad lo intensifica. Resulta muy económico y tiene doble valor si se administra por sorpresa y con auténtico deleite. No sabe lo edificante que resulta jugarse la vida y el carmín en el intento.

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