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Columna
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Rutas imperiales

Regadas por las lluvias primaverales, han crecido en los márgenes de las carreteras de la sierra de Guadarrama, en su vertiente madrileña, pujantes y ostensibles señales que jalonan una nueva y flamante ruta turística, histórica y paisajística, promocionada por la Comunidad Autónoma con el rimbombante y ominoso nombre de 'Ruta imperial'. Particularmente ominoso si el viajero, tal fue mi caso, se topa como primer hito del camino con la valla que anuncia la proximidad del Valle de los Caídos, convertido en antesala espuria del imperial y funeral monasterio y cementerio de El Escorial, refugio edificado a la sombra de un imperio en el que no se ponía el Sol.

Alrededor de este enclave hermético y crepuscular, heliocéntrico y sombrío, diseminados en pueblos y aldeas de la comarca, eclipsados por la mole del imperial sitio, ignorados u olvidados, subsisten interesantes monumentos dignos de reseña, edificios religiosos o civiles, relacionados de alguna forma con la fundación o con la provisión de tan señera, severa y austera construcción que nació como enterramiento exclusivo de los Austrias, sepultura en la vida y en la muerte de un rey al que sin mucho fundamento llamaron los cronistas, que también lo eran, el Prudente, en detrimento de otros muchos y más esclarecedores adjetivos, el burócrata, el ambiguo, el atormentado, el fúnebre, el beato. El Escorial se traspasó más tarde a los Borbones, como panteón real y pudridero excelso por encima de querellas y rencillas dinásticas; bajo el imperioso mandato del superlativo caudillo, se abrieron las puertas del tan selecto Valle y póstumo club para dar paso a José Antonio, un héroe sin pedigrí y sin corona, mártir a su pesar, coartada y fachada de un régimen despótico e iletrado que usó y abusó de su retórica grandilocuente y de su fotogenia, oportunamente preservada por una muerte temprana, como contrapunto presuntamente heroico de sus pedestres y mezquinas maquinaciones entre las que destacaba, por su paradójica, quimérica y estrambótica estampa la invención del Movimiento inmóvil que movilizaba a los inmovilistas en la defensa de la autoridad, militar por supuesto, la autarquía autosuficiente y el autismo autocomplaciente reflejado en una consigna muy difundida, pura propaganda disfrazada de mensaje publicitario: España es diferente.

El dictador caudillísimo, tras muchas cábalas y cavilaciones, optó con mayestático y soberbio talante por hacerse un mausoleo propio, un panteón superlativo a la medida de su ego y del calibre de su venganza. Los vencidos cautivos y forzados levantaron con sus manos y amasaron con sangre, sudor, lágrimas y desprecio el soberbio túmulo que preservaría la memoria de su derrota y la gloria espuria de su rencoroso verdugo, enterrado como los tiranos de antaño entre sus más fieles acólitos, caídos por Dios y por su culpa. Por méritos propios, medido y evaluado por los incorruptibles y ecuánimes jueces de la honorable y extravagante organización, el Valle de los Caídos figura, o figuraba en tiempos de su mentor e inquilino, como el mausoleo más grande construido en vida para un solo cadáver en el libro Guinness.

La inclusión del Valle de los Caídos, como hito señero, etapa prólogo imprescindible en esta renovada, recomendada y señalizada 'ruta imperial', cumple, no sé si por azar, más excusable que voluntad, las más altas expectativas de posteridad del extinto sátrapa que buscó la vecindad, sin llegar a la promiscuidad, de los cadáveres más exquisitos y de sus calaveras coronadas, y con indiscutible acierto excavó su apabullante y pretencioso nicho y marcó con su cruz exenta de humildad el paisaje inocente y hermoso de Cuelgamuros, crucificándolo sin reparo ni escrúpulo para incluirlo e incluirse, esqueleto intruso, momia advenediza, en este sepulcral Valle de los Reyes. Antes o después de visitar El Escorial piramidal y faraónico, como preámbulo o epílogo de la imperial ruta, recomiendan las guías y recuerdan las vallas recién estrenadas con refulgentes colores visitar la basílica, sobrecogerse ante las colosales dimensiones del artefacto y helarse en cuerpo y alma bajo el yugo de aquel imperio de pacotilla. Útil para no perder memoria, estéril para la estética o la mística, frío como una tumba y aparatoso como un parque monotemático ideado por un megalómano corto de talla y sobrado de ínfulas.

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